Barcelona en el espejo

Cabecera-sección Yael Borkow

Barcelona-espejo roto

 

Los gobiernos nacionalistas, incluido el de Ada Colau, tienen un sistema infalible para seguir destrozando Barcelona sin sentir ni atisbo de culpa, lo llamaremos el «rompe espejos». Consiste en denigrar todo aquello que les devuelve un reflejo nítido de su pésima gestión, y los deja en el sitio de quien no tiene ningún aprecio por la ciudad que gobierna y mucho menos por quienes trabajan para que sobreviva. Basta tener ojos, oídos y ganas de usarlos para saber que en los años que van desde el inicio del mandato de Trias hasta hoy, Barcelona ha caído en picado.

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Disturbios en Can Vies • Foto de Víctor Serri

Las concesiones hechas por Trias al okupismo, a partir de los destrozos de Sants, y el comienzo de la invasión del plástico amarillo fueron solo el principio. Los barceloneses fuimos testigos de la bajada de pantalones del consistorio: desde que los “pacíficos” manifestantes de Can Vies se dedicaron a quemar camionetas de TV3 y contenedores, y a poner al barrio de Sants en pie de guerra, todo fue rodado. Trias llegó a pagar el alquiler de locales para no disgustar a los okupas, y grandes instalaciones en las que el contribuyente había invertido muchos millones de euros fueron cedidas a colectivos okupas y anarquistas, como Harmonia, después de haber declarado desiertos concursos para gestionar lo que todos habíamos pagado. A la vista está el estupendo edificio de la fábrica Coats, con un bar en el que no me tomaría un café ni que me lo regalasen, y un edificio convertido en un centro de actividades para chicos y grandes, bajo la experta guía de conciudadanos capaces de reventar un acto político de Ciudadanos o de jalear la conferencia de una terrorista palestina sin despeinarse en absoluto. En el mismo mandato, la ANC nos llenaban la Pedrera de anuncios amarillos de helados para el postre, escuela en catalán y otros unicornios, y poco después en la Plaza San Jaime se instaló una cuenta atrás, de días, horas, minutos y segundos hasta el butifarréndum del 9N.

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El relato de los sucesos de apropiación del espacio público y exclusión de más de la mitad de los barceloneses es largo. Hoy, en esa misma plaza, acampan, ensucian y tapan sus carencias afectivas, a turnos de dos horas, unos que creen que van a conseguir una república, durmiendo custodiados por los policías que vigilan los dos edificios más vigilados de toda Cataluña. A cada acto, en todos estos años, ha correspondido una o muchas quejas, cartas, manifestaciones, preguntas de grupos de la oposición en plenos del ayuntamiento, y su correspondiente lista de respuestas no dadas. El resultado está a la vista de quienes hemos vivido en Barcelona, y también de los que la visitan.

Hoy pretendo convertir a los visitantes de Barcelona, esos turistas que de momento aún llegan, pagan hoteles, taxis, comen en restaurantes, compran cosas, visitan museos y dejan euros, en el espejo que la ciudad tiene roto. A mí no suelen leerme los de “tourists go home”, pero si lo hicieran sabrían que su estrategia de ruina programada está dando resultados.

Algunas jornadas laborales las paso en la Ciudad Condal, con ciudadanos hispanoamericanos con derecho a solicitar la nacionalidad española. Inevitablemente soy depositaria de historias, comentarios, opiniones y experiencias, de quienes vienen porque ven en España una gran puerta. Aquí comparto algunas de sus impresiones.

Una mujer mexicana me cuenta: Vengo de Sevilla y es preciosa. Esto también es muy bonito, increíble. La verdad es que está muy sucio, pero aun con todo sigue siendo bonito. Los trenes son una maravilla, venir en tres horas desde Madrid, poder ir de pueblo en pueblo en tren, y llegar a la hora y rápido; las carreteras también están superbién”.

Oye, dime… ¿Es verdad que Cataluña se quiere separar de España? ¡Pero si no pueden! Si hacen eso se van a quedar sin nada —se ve que no sabe de astucias y jugadas maestras—. No van a poder tener ni mantener todos los servicios y todas las ventajas. Es una tontería. Van a tener que cortar hasta los teléfonos y las radios, porque separarse es separarse. Yo no lo entiendo. España es un país fantástico, me encanta”.

“Por cierto, ayer, en una tienda de gafas, la dependienta me quitó las que estaba mirando, porque según dijo ‘eran muy caras’. Le contesté que yo podía, si quería, pagar esas gafas y toda la tienda, de ser preciso. Me echó, y se llevó una mentada de madre, por supuesto. El ambiente en la ciudad es áspero, incómodo. Cuando íbamos hacia el tren, nos ofrecieron vendernos cocaína en mitad de Las Ramblas.”

Los acompaño hasta su hotel, y sacan y me muestran una bandera española. Se hacen una foto, mostrándola con orgullo. El encargado de la recepción les comenta: No les recomiendo que vayan con eso por la calle. Les pueden hacer algún comentario desagradable o hasta agredirles”. Ella, perpleja, inquiere: Pero… ¿no estamos en España? Él, visiblemente avergonzado, le responde: “Señora, yo soy valenciano, destinado aquí, y sólo espero que me devuelvan pronto a Valencia, para poder ver esto de lejos; es absurdo y no se lo puedo explicar”.

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Días más tarde se presenta en Barcelona una familia venezolana, algunos exiliados en Florida, y otros con un pie fuera del país. Son 18 turistas que pasean por Cataluña en un microbús alquilado, para viajar juntos cómodamente, que los recoge y los deja en sus respectivos hoteles, del Majestic para arriba. El que hace de jefe de la banda, me dice: “ Oye, tú te vienes a comer con nosotros, por las buenas o secuestrada» —broma de quienes son capaces de reírse hasta de sus propias desgracias—.

“Por cierto… ¿De qué va la broma esta de la independencia, Yael? Nosotros, por si acaso, no nos ponemos camisetas ni prendas amarillas nunca. No queremos que nadie piense que somos de esos ¡Menuda tontería! Cuando supe que tenía derecho a ser español, lloré de felicidad… Esto es el mayor regalo de nuestras vidas. ¿Pero esta gente de qué va a vivir si no comercia con el resto de españoles? Ya pensaremos a qué ciudad mandamos a los ‘chamos’ a estudiar cuando podamos sacarlos, pero aquí creo que no”.

Paramos en el paseo Juan de Borbón (¡que algún santo le preserve el nombre a la calle!) y no podemos pasar, la acerca está llena de comercios ambulantes y hay que sortearlos para llegar a los restaurantes de la Barceloneta. Me dice una: “Hija, cómo se nota que el gobierno de Barcelona es de Podemos. La ciudad está horrible. Sales y no se puede caminar, y ninguno de estos paga nada. Parece que no aprenden de lo que pasa en otros lados. Esto todavía no es Ciudad Gótica como Caracas, pero a este paso acabará igual”. Todos se sientan con el bolso y las pertenencias sobre las piernas sin quitar ojo.

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Las observaciones continúan durante la comida: “Fíjate… en Venezuela los peores problemas vienen de que hay bandos. En un principio inspirados por diferencias sociales y económicas entre grupos de gente que se profesaba verdadero desprecio. No faltaban motivos. Un día llegó el chavismo, y prometió resolver los problemas reales de algunos. Eso sólo sembró más odio, y ahora tenemos una sociedad de gente que se aborrece profundamente, y a veces con razón, y un país donde los problemas tampoco se han resuelto; empeoran para todos menos para los que se arriman al régimen y hacen negocios”. Cualquier semejanza con nuestra realidad, que sea usted capaz de distinguir, es síntoma de que goza de buena vista.

En otra ocasión, acompañando a un hombre de negocios, acudimos a una oficina bancaria barcelonesa, a pagar tasas del Estado. El subdirector de la agencia, parlanchín, se queda descansado, contándole al cliente, un mexicano muy poco impresionable, lo mal que va todo en “este país”. El mexicano me mira con expresión confusa. El subdirector hace su trabajo, se desahoga a base de bien y concluye con un: «Si no empeora aún más, es para darse con un canto en los dientes todas las mañanas».  

Salimos. El mexicano me comenta desconcertado: “¡Qué desagradable! Por cierto, la gente aquí no es nada amable. Parecen estar como de mal humor todo el tiempo. Con lo bien que se vive aquí…».

«Ayer caminé por toda la ciudad. Fui a la Pedrera, y al parque ese, de Gaudí, comí donde me recomendaste, buenísimo. Luego, fui al museo Picasso. Me di cuenta de que está todo muy sucio y las calles huelen mal. Moverse por la parte vieja da incluso un poco de miedo les recuerdo que es mexicano el que habla—, hay gente tirada en algunas calles, y muchos con muy mala pinta”.

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Al día siguiente nos desplazamos a un pueblo costero, y ante la profusión de banderas estrelladas y carteles en los balcones, me espeta: “¿Y eso de independizarse? ¡No lo van a hacer nunca! Ya he visto sus banderitas y esos carteles en algún balcón. ¿Qué quiere decir eso que ponen?” Yo explico, contesto, desgrano, le hablo de «presos políticos», políticos presos, presos preventivos, dictadura y democracia. Y él, tras escucharme, inquiere flemático : “Bueno, bien… ¿pero qué dice la ley?»

“Pero si no estuvieran en España no serían europeos tampoco. ¿Qué ganan con separarse? ¿Si se separan tendrían manera de seguir viviendo como hasta ahora? ¿Y está la mayoría de acuerdo con esto?»

Finalmente formula la pregunta que yo siempre espero: «¿Y tú por qué ya no vives aquí?”Y escucha con interés mis explicaciones.

“¿Cómo puede ser que el gobierno de un país como España permita mafias de estas? ¿De verdad que los niños no estudian en español en la escuela? ¡No me lo puedo creer! ¿En serio eso es lo que les enseñan a los niños? ¿No es como un poco nazi?”.

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Así transcurren muchas visitas, para sorpresa y asombro de gente que ha visto caer grandes ciudades. Los que han sido actores, figurantes o víctimas, en la decadencia de Caracas, o han padecido en carne propia la inseguridad, informalidad e irrespirable atmósfera de la ciudad de México, lo ven venir. Preguntan, gestualizan, intentan comprender, mientras caminamos por las calles, con el bolso pegado al cuerpo. Sus ojos , sus miradas, son espejos en los que no se mira ninguno de los que inspiran sus preguntas.

No es mi objetivo contarle al lector mis respuestas a estos candidatos a conciudadano y futuros contribuyentes al erario público. Estos viajeros ya presenciaron, ya conocen, la muerte de la gallina de los huevos de oro. Y a Barcelona le han visto el plumero. Se han encontrado con la espectacular urbe donde no se pasa hambre, paradójicamente llena de gente engañada. Miran con el interés de quien busca una casa para vivir, y se encuentran la ciudad que expulsa al que paga; que excluye al observante de la ley; que llena barrios de narcopisos y acampadas de frikis; que te fastidia negocios, levantados con esfuerzo, y mantenidos por turistas a los que los “dueños de la ciudad” echan con malos modos, porque ellos lo valen.

Estos que hoy nos visitan, si un día deciden cruzar el mundo en busca de una vida mejor, no vendrán en pateras, y no quieren confiar su capital, su dinero, su saber y experiencia, ni el futuro de sus hijos, a una urbe donde uno pierde la gracia en cuanto deja de ser un objeto exótico, o parte de un proyecto pseudohumanitario. A ninguno se le escapan las asperezas de un ambiente sumamente enrarecido, y todavía no he oído a ninguno de ellos calificar el desafío separatista de nada menos que imposible y ridículo. Los testigos del adoctrinamiento chavista y de la metamorfosis kafkiana de grandes ciudades de América, lo tienen claro: Barcelona, no. Esta Barcelona, no.

Los malos ganan.

Yael Borkow firma

Autor- Yael Borkow-NuevaPuedes seguir a Yael Borkow en su blog personal «Ideas Sueltas de una afortunada»

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