La aspiración del nacionalismo no se agota con la obtención de la independencia, sino que pretende influir en el futuro de una España sin Cataluña.
El reto separatista constituye ya una amenaza terriblemente seria para la propia existencia de España como nación y como Estado. Lo es, claro está, por el simple hecho de que pretende arrancar de España, y de manera unilateral, al 20% de su población, de su territorio y de su economía. Pero el desafío y la amenaza no acaban ahí. En varias entrevistas de las que ha concedido —o más bien impuesto, porque en Cataluña la prensa adicta a la causa, que es casi toda, vive pendiente de las llamadas del Palacio de la Generalidad—, el presidente Quim Torra ha manifestado su voluntad de que España adquiera la condición de república y en fecha reciente ha comentado que su visión es la de una península ibérica con tres repúblicas: España, Portugal y Cataluña. Es decir, la aspiración del nacionalismo no se agota con la obtención de la independencia, sino que pretende influir en el futuro de una España sin Cataluña.
«El proyecto separatista requiere de la práctica desintegración de la Nación española. Y para ello operará en cuatro frentes…»
La razón es simple: una Cataluña independiente solo es viable en la medida en que España esté extraordinariamente debilitada. De hecho, el proyecto separatista requiere de la práctica desintegración de la nación española. Y para ello operará en cuatro frentes, lo está haciendo ya: por una parte, apoyar cualquier reivindicación nacionalista en otras zonas de España; por otra, potenciar el “catalanismo” en los territorios de lo que ellos denominan los «países catalanes», es decir, Islas Baleares, Valencia y zonas de Aragón limítrofes con el territorio catalán, en vistas a una futura anexión, o como mínimo para seguir influyendo mediante esos caballos de Troya en la política española; en tercer lugar, debilitar y deslegitimar, o en su defecto dejar sin contenido práctico, a las principales instituciones españolas y los órganos del Estado de derecho, con especial dedicación en ese ataque al poder judicial; finalmente, aunque ni de lejos lo menos importante, dinamitar la institución monárquica por lo que supone de elemento cohesionador de la nación, porque permite focalizar el odio en un solo objetivo que reúne la condición de persona e institución, y, sobre todo, por lo que representa de argumento histórico. Los experimentos republicanos pueden tener su justificación y resultar más o menos deseables —aunque lo cierto es que en España han resultado catastróficos—, pero es indiscutible que la historia de España, su propia existencia, no se explica ni entiende sin la vertebración monárquica a lo largo de los siglos. Como casi todas las grandes naciones europeas, por otra parte.
Quiero decir con ello que no cabe en absoluto esperar que, una vez conseguida hipotéticamente la independencia, la situación recuperase una normalidad aceptable como mal menor. Es más, desde esa hoy por hoy imaginaria posición de Estado soberano Cataluña contaría con muchos más medios para socavar la integridad española, no siendo el menor de ellos la inyección de entusiasmo que el éxito le habría provocado, y el paralelo hundimiento que la moral de España como nación habría padecido, semejante o superior incluso a la ya legendaria crisis del 98. Un Estado emergente y pujante frente a uno en declive y descomposición.
«Es estrictamente una lucha feroz de una casta política absolutamente determinada, por una pura cuestión de supervivencia y de afán de poder, a acabar con el Estado español, primero desde dentro, y luego desde fuera.»
Este problema no tiene que ver con Cataluña como región, ni con los catalanes como pueblo. Es estrictamente una lucha feroz de una casta política absolutamente determinada, por una pura cuestión de supervivencia y de afán de poder, a acabar con el Estado español, primero desde dentro, y luego desde fuera. Una casta que utilizará absolutamente todos los medios a su alcance y que no se detendrá ante ningún reparo de tipo moral ni siquiera práctico. Una casta, la mejor pagada de España por cierto, que ha logrado, porque ha sabido y porque se le ha permitido, adueñarse de unos instrumentos de poder financiados y construidos por su propio enemigo, y que ha penetrado hasta extremos propios de una secta las entrañas de toda una sociedad, todos sus resortes de poder, absolutamente todos, no solo los políticos, sin apearse pese a ello ni un instante de la proclamación de un victimismo irreal. Y que está en un callejón que conduce no al consabido “victoria o muerte”, pero sí al “victoria o cárcel”. Lo cual se ve agravado por el hecho de que, mediante un empleo modélico (en lo eficaz) de los medios a su alcance, ha conseguido reclutar un ejército de dos millones de fanáticos inasequibles a cualquier argumento, y dispuestos a respaldar cualquier medida que pueda conducir al resultado de la secesión. Y cuando digo cualquiera es cualquiera, pasando por alto reparos de orden procedimental, legal, democrático y de respeto al discrepante.
No es una cuestión de Cataluña contra España, aunque eso nos simplifique mucho los debates, sobre todo a ellos: es una cuestión de nacionalismo contra democracia; de sectarismo contra libertad; de unión frente a fronteras; de agresión frente a legalidad; de propaganda frente a Estado de derecho; de supremacismo frente a igualdad; de movimiento nacional frente a pluralismo; de expansionismo frente a paz. Al presidente Torra y sus adeptos les interesa mucho hablar constantemente en nombre de Cataluña, cuando apenas representan a la mitad de sus ciudadanos. Del mismo modo que hablan como si fuese Cataluña y no sus ciudadanos la que paga los impuestos en el viejo cuento del expolio fiscal. Pero el problema no es Cataluña ni los catalanes: es el nacionalismo. Esa repugnante construcción cimentada en mentiras, propaganda, coacción, prepotencia, fanatismo, odio y supremacismo, y en la utilización torticera de los métodos democráticos para destruir la propia democracia. Los métodos goebbelianos se han revelado muy eficaces noventa años después.
«No caben pactos ni conllevancias (con el nacionalismo), porque sus objetivos son radicalmente opuestos e incompatibles con la propia subsistencia de la Nación española, incluso una vez amputada por su extremo nordeste.»
Por ello, no siendo un problema de Cataluña, sino de una ideología que tiene como objetivo la destrucción de la nación, es imperativo derrotarla. No caben pactos ni conllevancias, porque sus objetivos son radicalmente opuestos e incompatibles con la propia subsistencia de la Nación española, incluso una vez amputada por su extremo nordeste. La ecuación es clara: el separatismo quiere destruir España, luego España ha de destruir al separatismo. Y al separatismo se le aplasta suspendiendo la autonomía sine die, cerrando el grifo del que abrevan todas las terminales que están desarrollando el golpe, tanto tiempo como sea necesario para que se sequen. Como decía no sé quién, cuando te propones desecar una charca no has de aspirar a contar con el beneplácito de las ranas. Dejando de manar consignas, ayudas, sueldos y subvenciones de la fuente inagotable de los presupuestos, la legión de fanáticos se desmovilizará paulatinamente y se reducirá en gran medida, puesto que lo que más alimenta al separatismo es la percepción de que su objetivo es alcanzable. Este es otro de los grandes errores de análisis que se acumulan ya en el caso catalán: la creencia de que cualquier acción encaminada a frenar al separatismo se convierte en una fábrica de separatistas. Al contrario: la principal fábrica de separatistas es la sensación de que el triunfo es posible. Cuanto más posible aparece, más gente se suma al carro. Y viceversa.
No es Cataluña; es el separatismo.
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Enhorabuena por su artículo, realmente clarificador. Tan claro como la Historia misma, tan vapuleada, ninguneada y manipulada en los últimos años. ¡Así nos va! -Por suerte, ellos, los procesistas, saben que les queda poco aliento, pero seguirán mientras tengan un mínimo de esperanza. El pueblo les importa un comino. Su poder (DINERO) es lo primero y principal.
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