En muchas ocasiones, en el plano político, cuando intentamos comprender el alcance, el sentido y el propósito de un hecho, o de unas declaraciones concretas, aisladas, no acertamos a dilucidar qué las trae a colación, qué objetivo persiguen y por qué se producen en ese momento, y no antes o después. Solemos olvidar que casi nada sucede porque sí, que nada es casual y forma parte de un todo que no logramos abarcar en términos estratégicos. Sí, ya lo sé, puede parecer un tanto conspiranoico, pero no lo es, porque todo suele reducirse a una concatenación de causas y efectos —en ocasiones enhebradas con el más sutil de los hilos de coser— que van de alfa a omega. Es decir: no hay hechos, proclamas, palabras o tácticas aisladas, porque todo forma parte de un proceder taimado, ladino, pérfido. Llámenlo marketing o como prefieran.
Esa es, o suele ser casi siempre, la tónica en el mundo de la política. Y muchísimo más en el ámbito de la política catalana. No es casual el hecho de que a comienzos de agosto Quim Torra, el presidente de la Generalitat, publicara un texto de carácter editorial en diversos medios de comunicación, exhortando a los catalanes —y ahí vuelve a tomar, para variar, la parte por el todo— a poner coto, a frenar y a combatir al «fascismo violento» que según él promueven grupos ultranacionalistas catalanofóbicos y botiflers de ADN jodido, mal adaptados e ingratos, seguramente pagados por el Estado español, por el IBEX o por la madre que nos parió a todos.
Y es que a la «revolución de la sonrisas» le quedan pocas cartas que jugar llegados a este punto de la partida. Aunque la tensión y el odio entre catalanes se prolongue durante años —y eso será así, no lo duden—, el independentismo totalitario, unilateral y supremacista, ha sido derrotado y está en la UCI. Es un moribundo con excelente salud, de las de hierro, sí, pero incapaz, después de todo lo vivido, de volver a subvertir el orden constitucional quebrando la unidad de España a las bravas. Con un Pedro Sánchez necesitado de seguir ocupando el sillón de cara a las siguientes generales, gozan de cierta indulgencia, pero el PSOE no toleraría un regreso a la sinrazón vivida en el último cuatrimestre del pasado año. Nunca. Son conscientes de que los españoles los barrerían del mapa político sin ninguna piedad de permitir una repetición de ese infame órdago.
Desde esa óptica todo queda muy claro. El nacionalismo catalán tiene malas cartas en la mano, y su único y más importante objetivo ahora mismo es no disolverse como un azucarillo. Están enfrentados, profundamente divididos en lo estratégico, se odian entre sí y luchan por ser hegemónicos y acaparar el voto de sus bases, cada día más desencantadas. Por eso más allá de la alharaca y la vocinglera de las declaraciones intempestivas —»No hemos de defendernos”; “hemos de atacar al Estado», “no acataremos”, «libertad o libertad»— sólo pueden seguir creando tensión, aún a riesgo de que la cosa se les vaya de las manos (en esas estamos, mucho ojo) y vivamos una explosión de violencia que pudiera beneficiarles y devolverles a la portada de los medios internacionales.
De ahí que Quim Torra pida, casi exija, a Fernando Grande-Marlaska, que tome cartas en el asunto y ataje la violencia que, según él, los constitucionalistas ejercen sobre un pueblo democrático, festivo, alegre e inclusivo, por retirar, cual horda bárbara, lazos y simbología nacionalista del espacio público catalán; espacio que, por descontado, les pertenece. Con esa petición de auxilio se lava las manos, saca el balón fuera de banda y se sacude cualquier responsabilidad sobre un asunto gravísimo del que él es único responsable. El mismo propósito anima a Artur Mas, ese cadáver amojamado que se amó, cuando baja del yate y aparca la botella helada de Möet & Chandon en pleno verano, para acusar, en el colmo del cinismo, a Ciudadanos de ser los responsables de la fractura que se vive en Cataluña, porque «nacieron para eso, para fracturar, para destrozar la inmersión lingüística en Cataluña; ellos son los más interesados, porque saben que esa fractura debilita al país». Y como no hay dos sin tres, en términos similares se manifiesta Joan Tardà, culpabilizando a los unionistas de la división social y de desear una tragedia.
Hay que ser muy cenutrio, muy cafre y muy c***** para decir cosas así. Y lo peor es que ese vómito salga de labios de políticos miserables, culpables de todo lo que nos ocurre. La estulticia, la miseria moral, la indignidad, la ignominia, la mentira y la desvergüenza es todo lo que le queda al nacionalismo catalán para mantenerse en el poder; eso y los lazos, la guerra de los lazos y por los lazos, elemento plástico imprescindible, vital, por ser el peán de combate perfecto para enardecer el ánimo y los instintos más primarios de la horda de incultos y fanáticos que les sigue sandalia en mano, con el beneplácito de una policía que ha dejado de ser de todos para convertirse en un deleznable cuerpo armado político.
Les queda eso, que no es poco. Y el deseo inconfesable de que un suceso luctuoso provocado por algún descerebrado —que haberlos haylos en todas partes— vuelva a rearmarlos a nivel discursivo, regalándoles esa dosis de agravio, victimismo y mezquindad que tanto les nutre y que tan bien vende en el mundo global.
No lo olviden. No hay sucesos o hechos aislados en la táctica nacionalista. Todo es marketing. Todo está medido, calculado y sirve a un fin. Repulsiva mercadotecnia de la violencia que secretamente desean y necesitan en sus horas más bajas, mientras calientan motores y preparan el siguiente embate.
Torra lo tiene claro: o referéndum o ruptura y jaque mate al Estado. Están ustedes avisados, amigos