Una sociedad que se desmorona vista con la frialdad del testigo insobornable: «Happy End» o la ironía servida con el chafarrinón del sarcasmo…
Título original: Happy End • Año: 2017 • Duración: 110 min. • País: Francia • Dirección: Michael Haneke • Guión: Michael Haneke • Fotografía: Christian Berger • Reparto: Isabelle Huppert, Jean-Louis Trintignant, Mathieu Kassovitz, Fantine Harduin, Toby Jones, Franz Rogowski, Laura Verlinden, Aurélia Petit, Hille Perl, Hassam Ghancy, Nabiha Akkari, Joud Geistlich, Philippe du Janerand, Dominique Besnehard, Bruno Tuchszer, Alexandre Carriere, Nathalie Richard, David Yelland, Maryline Even, Frédéric Lampir, Jack Claudany, Waël Sersoub, Marie-Pierre Feringue, Maëlle Bellec, David El Hakim, Timothé ‘Tim’ Buquen.
No es la primera vez que Haneke adopta un punto de vista lejano respecto de aquello que ocurre en la acción, como vimos en «Caché». En este caso, además, se atreve, como ya lo han hecho otras películas antes que la suya, a colocar la cámara tras el visor de la cámara del móvil o plantarla ante el ordenador, como presencia dominante en la pantalla, donde se siguen diálogos de dos amantes encendidos, en abierto contraste irónico con el efecto cinematográfico que produce la atmósfera cibernética en la que se produce dicho intercambio de pasiones. La contemplación en plano fijo de una obra en la que, de repente, se desmorona un muro de contención de la obra, con la consiguiente avalancha de tierra, da paso al lento conocimiento de los personajes y de los hechos, que van surgiendo como cuentagotas y de los que no siempre acaba teniendo el espectador una idea clara, como cuando el hijo de la empresaria va a un barrio obrero y es salvajamente apaleado sin que sepamos el porqué. Como no sabemos, después, por qué ese mismo hijo rechaza agresivamente el consuelo de su madre. Poco después volvemos a la cámara del móvil para ver cómo una preadolescente observa, a través de ese móvil, cómo ha envenenado a su hámster y comprobar su muerte, que escenifica con un golpe en el cuello del animal como si fuera una ejecución con guillotina, todo ello para “librarlo” de una existencia atada a la rueda sin fin del karma en la que ha tenido la maldición de encarnarse siempre como hámster. El padre, un doctor, hermano de la empresaria, que ha rehecho su vida con otra mujer, con quien tiene un hijo, pero que ya anda enamorado de otra con quien se comunica a través del correo electrónico al que ha tenido acceso la hija, como le confiesa al padre tras una conversación con él después de haberse intentado suicidar con los restos del medicamento cuya sobredosis llevaron a la muerte a su madre. Si a todo ello añadimos la figura patriarcal de Jean-Louis Trintignant desplazándose en la silla de ruedas en que le dejó su intento de suicidio tratando de engatusar a unos pobres inmigrantes —la acción de la obra transcurre en Calais— para que le ayuden, intuye el espectador, a morir dándole un empujoncito, ni se sabe si contra los coches que pasan a su lado o en cualquier otro lugar. Más tarde, recuperada la nieta de su intento de suicidio, tiene una entrevista con la abuela en la que ésta le revela que puso fin a la vida de su mujer, estrangulándola, para que dejara de sufrir, es decir, que enlaza con su ultima película, «Amor», en la que el personaje encarnado por Trintignant hace exactamente lo mismo.
Como la empresa no va muy bien, la hija decide venderla a una firma inglesa justo antes de casarse con un inglés de quien ni siquiera se sabe si es un alto ejecutivo de ella o un abogado que ha gestionado la venta. En cualquier caso, lo que está claro es que la acción nos ha ido mostrando una situación familiar terrible, en la que no hay personaje, salvo la segunda mujer del médico y su hijo, que no esté más que tocado por un drama vital que condiciona su vida, directa o indirectamente. Todo ello nos lleva a la escena final del banquete nupcial en el que el fin de fiesta se convierte en una desafiante escena en la que el hijo “invita” a aquellos inmigrantes negros a quienes se dirigió el abuelo para que lo ayudaran a bien morir. La escena se resuelve con una violencia de palabra y obra —la madre le rompe un dedo a su hijo sin mayores contemplaciones— y el marido, sin embargo, hace traer una mesa donde sentar a los “invitados”, ante la estupefacción de los otros invitados, a quienes la madre ha confesado que su hijo poco menos que está “en tratamiento” y tiene reacciones “insospechadas” por las que pide disculpas. En medio de ese enredo mayúsculo, el abuelo le pide a la nieta que lo acompañe y le pide que le empuje la silla de ruedas por una rampa que desemboca en el mar, donde cumplir su segundo intento de suicidio. Un vez que la silla entra en el mar, la nieta retrocede rápidamente para buscar su móvil y rodar la escena, momento en el que la hija, que ya se ha percatado de la desaparición del padre, corre hacia él, grabados todos por su sobrina…
Happy End es una película que, sin tener la originalidad de otras películas suyas, muchísimo más “impactantes”, construye un espacio de patética decadencia en el que prácticamente no hay más salida que ese happy end egoísta de la desaparición individual, que se extiende, como hemos visto, desde la primera adolescencia hasta la senectud. El hecho de recurrir a los puntos de vista ultramodernos: el ordenador, el móvil, cómo herramientas en principio asépticas, acaba forjando, al cabo, un lenguaje que va apoderándose poco a poco de los comportamientos sociales, impidiendo una socialización como la que quienes tienen más de 60 años han conocido, una necesaria y no siempre gratificante “escuela de vida” en la que se aprendía a resolver conflictos sin apelar a la psicología ni a la psiquiatría, y que hoy día resulta poco menos que batallita de veteranos gagás.
La mirada de Haneke es glacial. Se refugia en el plano y en contadísimas ocasiones llegamos al primer plano, salvo cuando la hija le confiesa al padre que se ha intentado suicidar porque tiene un miedo atroz de ser abandonada por este en un centro de internamiento, teniendo en cuenta que a su padre no le interesaba su madre ni le interesa la que ahora es su mujer y madre de su hijo ni, por supuesto, le interesa ella misma, sino esa nueva amante cuyos correos ha leído…
La ausencia de banda sonora, salvo unas escenas en la que se ejecuta un solo de violoncelo o el hijo culpabilizado canta en un karaoke buscando no se sabe qué extraña redención, aumenta la frialdad de la cinta, y desnuda con mayor acuidad el tormento de los personajes, intensísimo en las expresiones de desvalimiento de los dos extremos de la cadena: el abuelo y la nieta, felizmente unidos en el deseo final del primero. Teníamos miedo, mi Conjunta y yo de ir a verla, pero, para nuestra sorpresa, en la sala del Meliès —esa benemérita obra que debería exhibir sus “rescates” a sala llena…— no estábamos solos, y advertimos, eso sí, al salir, que la película no parecía haber producido estragos que se añadieran al fuego de Sodoma y Gomorra que consume estos días de agosto a los barceloneses. Se puede aguantar, algo que nos costó lo suyo con «Funny Games», y, al final, incluso es capaz la película de arrancar alguna que otra sonrisa que celebre la ironía de una situación decadente que se enfrenta al desconcierto profundo de nuestro primer tercio de siglo XXI. No sé si la caída del Imperio Romano fue así, pero, por si acaso, creo que tendré que leer cuanto antes a Edward Gibbon, y entono el mea culpa por no haberlo hecho aún.
Juan Poz forma parte del elenco de escritores que da forma semanalmente a Ataraxia Magazine. Puedes seguirle en Twitter como @JuanPoz9 y también en su excelente blog de crítica cinematográfica «El Ojo Cosmológico de Juan Poz»