Si hay algo que siempre me ha llamado la atención de todos los presidentes del gobierno, no sólo españoles, sino también extranjeros, es el desgaste físico que sufren durante su mandato. Pareciera que el tiempo pasara más rápido por ellos que por el resto de los mortales. No sé si este detalle habrá tenido que ver con que no me dedique a la política, pero les ves al principio de su mandato y les comparas con su foto final y dan penita.
No me extraña nada, por supuesto. Gobernar debe de ser una auténtica angustia. Gobernar con responsabilidad, quiero decir. Lo que desde la barra del bar se ve tan fácil, o lo que otros arreglarían en un solo tuit, en la práctica es complicadísimo. No es sencillo tomar decisiones cuando no tienes todo los medios del mundo para hacer feliz a un país. Los cambios prometidos en la campaña electoral —si la hubiere—, los compromisos económicos adquiridos, vistos en toda su amplitud y complejidad, sentado en el sillón del jefe del gobierno, no deben ser tan fáciles de resolver; a no ser que seas Eduardo Garzón y te líes a imprimir dinero como un loco, claro.
Quizá al que menos se le ha notado ese declive ha sido a Rajoy pero, si se fijan ustedes, el tinte del pelo, cada vez más rojizo, para cubrir la cana, en comparación con el blanco de la barba, ya empezaba a ser alarmante.
Incluso Zapatero, político al que hasta hace poco tenía por el ser más irresponsable de la tierra, estaba más cansado al final de su legislatura. Ese caso habría de tratarse aparte. Porque ZP vivió en los mundos de yupi, con su Sonsoles en La Moncloa durante varios años democratizando España y haciendo feliz a todo el mundo —o al menos eso creía él— hasta esa cruenta mañana del 12 de mayo de 2010, en la que la crisis económica le dio una bofetada de realidad que le despejó el cerebro de una sola pasada, ni faltó cara ni sobró mano. No sabremos nunca si el expresidente maduró o le “maduraron” —debió ser una premonición de sus quehaceres actuales—; me inclino a pensar que el tortazo le vino de Europa. El caso es que, de la noche a la mañana, José Luis tuvo que hacer políticas de persona mayor y anunció los recortes económicos más brutales de la historia reciente. ZP perdió la sonrisa, unos kilos y a todos sus admiradores —muchos y muy famosos, los de la ceja—, así que él también pareció encogerse físicamente y su pelo encaneció.
En el caso de Sánchez, llevaba ya nuestro presidente por sorpresa en La Moncloa unos dos meses y el pueblo sin saber el estado anímico del líder. Ni una rueda de prensa, ni un plasma; tan solo un vídeo suyo haciendo el ganso por los jardines de su nuevo hogar —anhelado como nada en el mundo por cierto—.
Por fin llegó el día en que habló, y de lo que dijo tan sólo se me quedó una frase en la cabeza —esto me pasa mucho últimamente debido al cansancio, espero, porque si no es la edad—, pero es que lo demás tampoco debió ser muy relevante. Un gobierno feminista y no sé qué más. Preguntado el señor presidente del Gobierno si había tenido algún disgusto en este tiempo, nuestro Sánchez, más súpersanchez que nunca, miró al periodista y le dijo con una sonrisa tipo nosédequécoñomehablausté: “no me he llevado ningún disgusto”.
Ya no me quedó duda alguna. Sánchez es un irresponsable y un bobo de solemnidad. Soy de las que cree que una persona que siempre está contenta es que o bien es muy necia o bien está drogada. En este caso Pedro no es consciente del cargo que tiene y lo interpreta como un juego en el que tan sólo tiene que hacer los equilibrios necesarios; como si fuera un juego de cálculo, para conservar el poder. Un poder que para él consiste en vivir en una supercasa y en hacer felices a sus amigos, dándoles trabajos maravillosos, colocando a Begoña en no sé dónde, o recibiendo a Merkel en Doñana, enfundado en un pantalón pitillo que exhiba su apolíneo cuerpo. En fin, una vida feliz. Creo que él no se siente presidente del gobierno, se siente monarca absoluto.
El único contacto que tiene con la realidad quizá sea el sentido del tiempo. No sabe cuánto puede durar este regalo de la vida, y para toda la vida —por fin tiene su renta vitalicia—, y no ha perdido ni medio segundo en dejar a los suyos colocaos.
No sé cuándo se llevará Pedro el disgutazo, pero no duden de que ese disgusto se lo darán en todo nuestro trasero. Quizá por eso está siempre tan contento.
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