En un lugar del Mar Menor, a la siete de la mañana de un viernes de mediados de julio, un jubilado de setenta y cinco años, al que llamaremos Vicente, pone su pie sobre la arena. En cada mano porta una silla plegable y una sombrilla que pocos minutos después se hallan clavadas en la arena, como si fueran la bandera yanqui del primer astronauta en pisar la luna. Dos sombrillas y dos sillas perfectamente alineadas en dirección al agua. Después de que su área de descanso haya quedado claramente delimitada, Vicente se despoja de su camiseta y sus chanclas y se introduce a paso lento pero firme, en las cálidas y cristalinas aguas del Mar Menor. Porque a pesar de la propaganda insidiosa de ciertos medios, las playas del Mar Menor no tienen nada que envidiar a las del Caribe. Al menos este año, y en esta zona concreta.
Después de un relajante baño, con toda la playa para él solo —motivo principal por el que considera que ese es el mejor baño del día—, Vicente se sienta en una de las sillas y permanece allí, con los ojos cerrados, solazándose con los primeros rayos de sol, que son una firme promesa del caluroso día que se avecina. Más o menos una hora después se levanta de su trono y se dispone a regresar a su casa, para despachar el desayuno que su mujer ya le tendrá preparado, como cada día. Mientras tanto algunos parroquianos, menos madrugadores que él, van apareciendo desde diferentes puntos, como soldados que surgen de sus trincheras, con sus respectivos enseres playeros, dispuestos a colonizar su pequeña parcela de arena. Él los observa con orgullo, consciente de que el mejor sitio es el suyo y lo será hasta que finalice el verano. Nadie, excepto los que limpian la arena, osaría aparecer por allí antes que Vicente, y si a algún despistado se le ocurriera llegar antes para reservar sitio, ya se lo explicaría él.
Son las diez y media cuando Vicente regresa acompañado de su esposa y de su hijo, para comprobar que todo está tal y como lo dejó, y que ningún desaprensivo ha osado profanar su pequeño dominio. A esas horas, la playa ya comienza a llenarse, pero todos son perfectamente conscientes de dónde está la frontera de cada uno y llevan a raja tabla el respeto hacia la circunscripción de los demás. La mayoría son veraneantes fijos que poseen una casa o apartamento en el pueblo, y que se conocen lo suficiente como para saber de qué pie cojea cada uno. Excepto cuando llega algún madrileño, desnortado, y coloca su sombrilla en un espacio indebido. En ese caso Vicente, ni corto ni perezoso, procede a desalojarlos, reubicándolos en el espacio libre más cercano, ante la mirada atónita de los que en la mayoría de los casos no se atreven a decir ni mu. En cualquier caso, la personalidad de Vicente es tan arrolladora que incluso aquellos que se molestan por su actitud, al final del día acaban haciéndose sus amigos y tomándose con él unas cervezas, que por cierto siempre pagan ellos.
El cotilleo, por supuesto, está garantizado, y mantener la privacidad a salvo es tarea harto complicada, pero las habilidades sociales de Vicente son muy altas y sabe lidiar con todos y cada uno de sus vecinos, de manera que les da unas pequeñas migajas intrascendentes sobre su vida, que facilitan que los demás se abran a él, al tiempo que su intimidad permanece perfectamente salvaguardada. A Carmela, su esposa, ese rollo de la vida privada le da igual. Ha sido ama de casa desde que se casó, hace casi cincuenta años, y nunca le ha ocurrido nada lo suficientemente importante o interesante como para mantenerlo en secreto. Así que se limita a escuchar lo que sus vecinos le cuentan, y finge, de vez en cuando, que lo contado despierta su interés. Por alguna razón, y sin ella proponérselo, Carmela es un imán para las personas con problemas, que siempre acaban volcando en ella todas sus preocupaciones y secretos. Pero ella jamás ha traicionado la confianza de nadie, sino que más bien sus consejos, repartidos al azar y sin el menor criterio, han resultado ser útiles para sus receptores, lo que no deja de sorprenderle cada vez que regresan dándole las gracias. De lo que no hay duda es de que es una mujer que sabe escuchar.
Luego está Ginés, su hijo. Ginés vive en perpetua batalla contra la obesidad, que cree mantener a raya. Aunque cualquiera que lo vea en bañador no dudaría en pensar que es una batalla perdida hace años. El pobre es más feo que hecho por encargo. Su cutis parece un cuadro de Kandinsky —los que no sepáis quién es, podéis hacer una pausa para buscar en google—. ¿Ya? Vale, continuamos. Como decía, su cutis parece un cuadro de Kandinsky, así que lo oculta tras una poblada barba que a sus cuarenta y cuatro años aún no presenta ni una sola cana. Ginés es soltero y virgen, aunque prefiere pensar que solo lo es conceptualmente —ni él sabe lo que eso significa—. Su perfil de Facebook cuenta con más de tres mil quinientos amigos y ni una solo foto de sí mismo. En él se presenta al mundo como “escritor, formado en la universidad de la vida”, con dos cojones. Lo cierto en que Ginés ha escrito y publicado tres libros, bajo el seudónimo de Griffin Cronemberg. Libros editados por él mismo y que sólo pueden adquirirse bajo pedido expreso contactando con él en privado. Aparte de los que le ha vendido en mano a sus amigos y parientes. Unos cincuenta ejemplares en total. El resto, casi trescientos, descansan en sus cajas depositadas bajo la cama. Ginés se sienta en su hamaca, se coloca sus gafas de sol, se enchufa los auriculares y finge estar atareado con el móvil, cuando en realidad lo que hace es mirar el culo de las bañistas. Teniendo en cuenta que en esa playa la media de edad ronda los sesenta y cinco años, las posibilidades de recrearse la vista no son demasiado altas; sin embargo Ginés se ha vuelto cada vez menos delicado con el paso de los años, y una madurita en bikini, de menos de cincuenta, es todo un festín para sus pupilas. Encima hoy es viernes, y vendrán las nietas de Gregoria y Mariano, dos jubilados de Calasparra, que suelen pasar allí los meses de julio y agosto. Laurita y Sandra tienen 14 y 17 años respectivamente, y para Ginés son lo más hermoso que nunca haya contemplado, pero son menores, y por muy salido que esté, aún conserva su sentido común, de manera que jamás ha cruzado con ellas una sola palabra. Se limita a observarlas discretamente, y con el mayor disimulo posible, a tomarles algunas fotos con el móvil que se dedica a examinar por la noche cuando todos duermen menos él.
A medio día la playa empieza a parecerse a un campo de refugiados, y atravesarla sin pisar a nadie es casi tan complicado como cruzar un campo de minas en una selva vietnamita. A unos treinta metros de la orilla un grupo de ancianas con pamela realiza una curiosa coreografía, consistente en abrir y cerrar los brazos al tiempo que tuercen el cuello de un lado a otro. A pocos metros de donde se halla Ginés, unas diez mujeres se han congregado en torno a un vendedor ambulante de bikinis y pareos. En un momento dado una de ellas se desata la parte superior de su bikini, dispuesta a probarse uno de color malva que le acaba de arrebatar al vendedor. Ginés fija la vista con experto disimulo, pero la otra parece darse cuenta, y le da la espalda justo en el instante en que la prenda comienza a separarse de su piel. Ginés cree haber visto de refilón la punta del pezón derecho, pero no está seguro. De lo que sí está seguro es de que esa imagen fugaz le ha provocado una reacción que le va a impedir levantarse durante un buen rato. Agacha la cabeza sobre el móvil y comienza a golpear la pantalla con los dedos como si estuviera escribiendo un mensaje de texto. Mientras tanto, unos diez metros a su izquierda, Ramón, un jubilado de ochenta años y metro ochenta y cinco de estatura, sale del agua tambaleándose. Todos le observan precavidos ante la perspectiva de verle caer, algo que sucede casi a diario. Vicente, que se encuentra cerca de él, se apresura en acudir a su rescate justo en el instante en que la arena y la barriga de Ramón ya forman un ángulo de cuarenta y cinco grados. En ese instante, Ginés, que está observando el espectáculo, gira la cabeza hacia el lado opuesto como si no hubiera visto nada. Como carece de empatía, y la palabra solidaridad jamás ha salido de sus labios, le aterroriza la idea de que le pidan ayuda, así que finge no enterarse de nada, y sube el volumen de la música para no tener que oír las exclamaciones de la gente, o la posible llamada de auxilio de su padre, que ayudado por otro anciano, agarra a Ramón de los brazos y le ayuda a incorporarse. Pocos minutos después todo ha vuelto a la normalidad. Los trillizos de ocho años han perdido el interés por el suceso y han regresado a su tarea de excavar en la arena. Ginés los mira como con asco. No le gustan los niños, pero menos los que se entregan a tareas inútiles como remover arena. Ni siquiera construyen un castillo, es absurdo.
Una pareja joven tumbada al sol sobre sendas toallas gigantescas se dedica a embadurnarse mutuamente con bronceador, ajena al alboroto provocado por el desplome del anciano. En el momento en el que él introduce la mano bajo su braguita, a fin de masajearle las nalgas, Ramón, que ya ha recuperado su dignidad y camina orgulloso de su capacidad psicomotriz, se dirige al muchacho y le espeta jocoso, a bocajarro: “¿Ya le has pedido autorización expresa a la zagala? ¿Te ha dicho que sí? ¡Que las cosas se están poniendo muy duras, a ver si te vas a buscar un buen lío!”, y después prorrumpe en carcajadas ante su propia ocurrencia, mientras los jóvenes lo miran con estupefacción y un poco de lástima. “¡Ramón, deja a los chicos en paz, y ven aquí a sentarte. A ver si te vas a caer otra vez!” le grita Amalia, su esposa.
A las tres de la tarde casi no hay nadie en la playa, y Vicente, Carmela y Ginés, empiezan a recoger para subirse al piso. Después de una suculenta comida y una moderada siesta, el matrimonio volverá a la playa, razón por la que dejan las sombrillas clavadas y las sillas plegadas y tumbadas junto a ellas. Excepto su hijo, que prolongará la siesta hasta las siete o las ocho de la tarde. A esa hora se levantará, como si hubiera permanecido seis meses en coma, y se dejará caer en el sofá, frente al televisor, donde permanecerá hasta que sus padres regresen y la cena esté preparada y sobre la mesa. Y después a dormir, hasta el día siguiente que será prácticamente idéntico al anterior.
Otros aprovechan el fresco de la noche para caminar por el paseo marítimo, tomar un helado en alguna terraza o cenar en algún chiringuito, para ver, después, algún espectáculo musical, frecuentes los viernes y sábados en la explanada que hay al final de la calle mayor, sentados en las incómodas sillas de plástico del cine de verano, tragándose una sesión doble.
Y esta es una pequeña parte de la rutina estival de una familia cualquiera, de cualquier turista anónimo, en cualquiera de nuestras playas… Incluye tostarse al sol; bañarse en el mar; ver cómo hacen deporte los más excéntricos; ver cómo algún padre lleva a su hijo berreando hasta el dispensario por haber rozado a una medusa despistada; comprobar cómo se llenan los baretos, donde siempre algún inglés se extraña de que en la paella no le hayan puesto unas rodajas de chorizo, y descubrir, en definitiva, que siempre algún bicho raro permanece atento a lo que dicen y hacen todos cuantos le rodean, para luego escribir relatos intrascendentes sobre un día en la playa.
Pasar en definitiva el día como si fuera el último de las vacaciones, o el primero, según el caso.
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