Alfonso Guerra está más de moda que nunca. Su famosa frase, “a España no la va a reconocer ni la madre que la parió”, se ha hecho realidad en este último año, en estos últimos meses, en estos últimos días, y si me apuran horas, mientras escribo estas líneas. España cada día cambia más, se desestabiliza y el tablero de juego político da unos giros tan inesperados y sorprendentes que no son aptos para ciudadanos con cardiopatías.
Es imposible seguir el ritmo de nuestros políticos. En realidad, no van a ningún sitio —que no sea Berlín, Waterloo o Benicasim—, pero se mueven mucho, muchísimo.
Desde la moción de censura nadie ocupa el lugar que tenía antes. El Partido Popular, desalojado del poder de manera traumática, ha sufrido un terremoto con unas réplicas posteriores tan fuertes como el seísmo que las originó. Unos días después del Congreso en el que Pablo Casado se proclamó flamante presidente del partido, en contra de todos los pronósticos iniciales, todavía las aguas de fondo se mueven. El nuevo líder sabe que anda sobre arenas movedizas, y si es inteligente, que lo es, será consciente de que se puede marcar —muy a su pesar— un “Hernández Mancha”, o no, que diría su predecesor, según gestione la actual situación del partido.
Partiendo de la base de que Casado ha hecho una espléndida campaña por la que es digno de ser felicitado, no conviene olvidar que no ha sido sólo él quien ha vencido a Soraya. Después de la primera vuelta, los cinco candidatos que habían quedado descolgados acudieron como un solo hombre —no se sabe si por cercanía al candidato u odio a la candidata— a apoyarlo. Qué pesó más en esa decisión, si el «antisorayismo» o la supuesta ilusión de regeneración del partido y vuelta a sus valores, cada uno sabrá. Pero no cabe duda de que la angustia que producía una posible victoria de la exvicepresidente era evidente.
Pasada la euforia inicial de la victoria, empieza, quizás, una de las épocas más difíciles de gestionar para el ganador. Poner orden en el partido. Ya se sabe que mientras una formación política está en el poder y los puestos están asegurados, no se mueve una hoja; pero perdido el sillón, todo aquello que ha estado tapado y contenido empieza a bullir como en una olla a presión a punto de explotar.
Las heridas de los populares son profundas y antiguas. Por lo pronto, Casado ha equiparado simbólicamente a Aznar y a Rajoy de un plumazo, recibiéndolos en la séptima planta de Génova; planta que Aznar nunca había pisado, literalmente. Está claro que quiere cerrar heridas, que quiere devolver los valores de centro derecha al partido sin daños colaterales, y ahí es donde enfrenta el mayor peligro. Integrar el «sorayismo» —que no es otra cosa que marianismo, raíz y origen de todos los males del partido para los que le han apoyado— significaría la pérdida del cheque en blanco que le dieron el pasado sábado en Madrid miles de compromisarios.
El Partido Popular y su nuevo líder se encuentran, por lo tanto, ante el dilema shakesperiano de “ser o no ser”… ¿Es compatible la opción por la ideología, los principios, los valores defendidos y reclamados en campaña, con la integración del «sorayismo» y sus adeptos en el nuevo proyecto?
Es difícil predecirlo, pero está claro que muchos de los que el sábado pasado votaron a Pablo Casado no están dispuestos a lo que ellos consideran volver al “no ser”.
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