Un embajador de España

Cabecera Antonio Jaumandreu

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El incidente ocurrido en Washington entre el Presidente de la Generalidad de Cataluña, Sr. Quim Torra, y el embajador de España, Sr. Pedro Morenés, es enormemente ilustrativo. Imagino que todo el mundo está, a estas alturas, al cabo de la calle, pero por si acaso se impone un resumen previo para situarse.

Resulta que el Smithsonian organiza cada año unas jornadas en las que tiene a algún país o territorio como invitado y protagonista. Este año han sido dos: Cataluña y Armenia. Se trata de unas muestras principalmente culturales, si bien a ningún conocedor de la situación actual catalana se le escapa que un escaparate de estas características iba a ser utilizado por los separatistas para pregonar su conocida cantinela del enfrentamiento entre el ansia catalana por la democracia y la libertad, y la inveterada tendencia española a la opresión y el expolio. Hay que reconocer en este punto que los separatistas siempre han sabido moverse muy bien en el terreno exterior. Utilizan hábilmente los peones que tienen distribuidos por todo el mundo, que trabajan con eficacia y constancia (y que nadie piense que se trata de espías sofisticados: simplemente son auténticos militantes full time del independentismo, que aprovechan sus trabajos, contactos y posiciones para trabajar en pro de la secesión de Cataluña). Y a ello hay que añadir una eficaz, aunque mucho más cuestionable, política de la Generalidad para literalmente comprar o al menos engrasar voluntades en prensa, política, universidades e instituciones diversas alrededor del mundo. ¿Es esto ilegal? En esencia no, salvo que pudiese demostrarse la compra económica de voluntades. Y aún así dependería de la finalidad: es perfectamente legítimo que yo pague a un periodista o a un escritor en un determinado país o medio para que hable bien de mi nación. Lo delicado es cuando le pago para que hable mal de otra. La pregunta, como siempre, es por qué el Estado español, con todos sus medios visibles y no visibles, no utiliza su fuerza para contrarrestar esas acciones.

Es perfectamente legítimo que yo pague a un periodista o a un escritor en un determinado país o medio para que hable bien de mi nación. Lo delicado es cuando le pago para que hable mal de otra.

Pero volviendo al tema. Resulta que los actos del Smithsonian incluyen una cena de gala a la que asiste el embajador de España Sr. Morenés. Toma la palabra el Sr. Torra y, como era de esperar, arremete contra España con acusaciones de tener presos políticos, de perseguir a la gente por defender sus ideas, de utilizar la violencia contra los ciudadanos indefensos, etc. El embajador no le interrumpe, y espera su turno para subir a la tribuna. Y en su discurso rebate meticulosamente cada una de las acusaciones del presidente catalán y explica que el gobierno español se vio obligado a aplicar el 155 ante la evidencia de que el gobierno catalán estaba violando leyes, estatuto y constitución. Y tiene un recuerdo para los catalanes no separatistas. Todo ello entre cálidos elogios a la cultura, la historia y la lengua catalanas. Aquí el texto completo.

El Sr. Torra monta en cólera, sus acompañantes empiezan a vocear y a gesticular, y finalmente la delegación de la Generalidad se levanta y se ausenta dejando al embajador con la palabra en la boca. Para completar la narración de los hechos queda una guinda grotesca: después de atender fuera del edificio a sus periodistas de cámara —esos que no hacen preguntas incómodas—, el Sr. Torra y los suyos intentan volver a entrar, y la seguridad del edificio les niega el paso por haber provocado un altercado.

Hasta tal punto llega esa arrogancia supremacista que, rozando la estulticia, les indigna que España se defienda. Parece ser que esperaban que España facilitase su propia destrucción y aún pidiese perdón por las molestias causadas.

Hasta aquí los hechos. Pero me interesa sobre todo una conclusión fácilmente extraíble de ellos. Y es la de que el separatismo ha llegado donde ha llegado única y exclusivamente porque nunca nadie le ha parado los pies. Y hechos como este demuestran su extraordinaria fragilidad, fruto de su no menos extraordinaria soberbia. Simplemente no están habituados a que nadie se les enfrente. Y eso explica la leyenda de la revolución de las sonrisas, del buen rollo separatista, radicalmente falso: el separatismo es cordial sólo y únicamente mientras no se le opone nada ni nadie. En cuanto alguien osa contradecirles, y en especial frente a un auditorio no domesticado, toda su zafiedad, ira, soberbia y violencia apenas soterrada estallan. Y contra todos los principios de la diplomacia, y frente a todas las normas de cortesía en un evento en el que son invitados, vociferan y se levantan, pese a que la intervención del embajador fue extraordinariamente ponderada, se esté o no de acuerdo con su contenido. Hasta tal punto llega esa arrogancia supremacista que, rozando la estulticia, les indigna que España se defienda. Parece ser que esperaban que España facilitase su propia destrucción y aún pidiese perdón por las molestias causadas. Se manifiestan furiosos por algo tan absolutamente de cajón como que el jefe del Estado defienda la permanencia de su Estado.

El embajador Morenés ha rendido un último —presumiblemente será cesado por el cambio de gobierno en Madrid— y gran servicio a España. En primer lugar, arruinando con gallardía la costosa operación propagandística que la semana del Smithsonian suponía para la causa del separatismo. En segundo lugar, mostrando a las claras las manifiestas carencias de los amarillentos tractorianos en lo que a talante, cortesía y saber estar se refiere. Nada que no supiésemos aquí, pero no está de más que lo vean por ahí fuera. En tercer lugar, porque su actitud y la reacción de los perpetuamente tristes nos ha de enseñar a los de aquí que nada hay más vulnerable que un separatista si se le planta cara, y en consecuencia nos ha de animar a ello, en todo foro y toda ocasión. Los políticos frente a los políticos, y los ciudadanos frente a nuestros conciudadanos. Ya está bien de callar ante el cuñado de turno, ante el compañero de trabajo o ante el desconocido que en voz alta suelta la matraca en un lugar público. Con serenidad, firmeza y argumentos. Como el embajador. No son pocos, pero son cobardes y extraordinariamente débiles a nivel argumental. ¿A por ellos? No, pero ni por un minuto más permitamos que vengan a por nosotros.

Autor - Antonio Jaumandreu

Puedes seguir a Antonio Jaumandreu en Twitter y en su blog personal “Los árboles y el bosque” en este enlace.

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