Las arenas de Maratón

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Septiembre de 490 a. C.

El oleaje rompía poderoso contra la orilla. Una brecha de luz tímida emergía en el horizonte, recortando la silueta oscura de los barcos persas, meciéndose en el centro de la bahía. Cinégiro había intentado contarlos la víspera, cuando al borde del agotamiento, tras un día de marcha en el que no hubo descanso para nadie, llegamos a Maratón. No lo consiguió pese a intentarlo en varias ocasiones. Aminias, entre bromas, le instó a desistir de su propósito. Pero todos coincidimos en que debían ser no menos de doscientas o trescientas las trirremes y navíos de transporte; excluyendo del recuento a docenas de pequeñas embarcaciones y botes que el ejército de Darío utilizaba para desembarcar pertrechos, armas y monturas.

Desde lo elevado de nuestra posición, en la zona aluvial que formaban las vertientes del monte Agriliki y el altozano del Aforismo –punto en el que desemboca el camino que nos había traído desde Atenas–, se dominaba el golfo en toda su extensión.

Los persas se habían hecho fuertes al final de la playa, instalando su campamento entre el Caradro –una torrentera por la que apenas bajaba agua a esas alturas de verano– y las marismas que se extendían al pie del monte Cotroni.

–¡Ares y Atenea nos asistan! –recuerdo que exclamó Tisias así tuvimos completa visión de su enorme despliegue. Al punto se volvió hacia mí y me preguntó–: ¿Cuántos persas dirías que hay ahí, Esquilo?

Yo me encogí de hombros. Me costaba respirar. Mis pies ardían tras la extenuante marcha sostenida. Me desprendí del escudo y del yelmo. Sudaba a mares.

–No lo sé… –acerté a decir–. ¿Cuatro o cinco veces más numerosos que nosotros?

–¡Como mínimo! –aseguró Coridón.

Los jefes de fila dieron orden de acampar. Lo hicimos en las proximidades de Vrana, una diminuta aldea de pescadores, apenas una docena de casas de adobe. A pesar del cansancio, reunimos arrestos suficientes como para acondicionar el área, clavar estacas, disponer las armaduras, escudos y lanzas en orden y a mano y reunir leña para la noche. Encendimos más hogueras de las necesarias –así lo decidieron los diez arcontes que nos mandaban– para no facilitar al enemigo el cálculo de nuestro número. Éramos diez mil. Diez mil hoplitas. Mil por cada una de las tribus históricas de Atenas.

Al día siguiente, con las energías restauradas y el campo lleno de actividad, ardíamos todos en deseos de entablar combate. Pero nuestros superiores no lo consideraron oportuno. Calímaco, que era nuestro arconte polemarco, el jefe supremo, se debatía en un mar de dudas ante el poder y número del ejército persa.

Reunió a los diez arcontes que lideraban las diversas unidades de falange. Cada uno de ellos detentaba el mando durante el espacio de un día, aunque él era el que tenía la última palabra acerca de las decisiones que pudieran tomar durante sus breves mandatos. Deliberaron durante horas, bajo una toldilla, mientras todos nosotros nos protegíamos del sol y matábamos el tiempo. Su intercambio de pareceres degeneró en abierta y pública controversia.

–¡Creo que salir de Atenas ha sido un error! –afirmó el polemarco, abrumado ante la gravedad de la situación–. Hemos dejado la ciudad desprotegida…

–Los persas están aquí, en Maratón… –arguyó Milcíades vehemente. Él había alertado del desembarco al norte de la ciudad y había empujado a la Bulé y a la Pritanía a resolverse a salir al paso del enemigo, lejos de la capital–. ¡De habernos quedado en Atenas, esperando su llegada, ahora estaríamos rodeados: con el ejército expugnando nuestras débiles defensas y con la flota cerrando nuestros puertos y cortando cualquier posible retirada!

–Eso es cierto… –convino Temístocles–. Pero admitamos que estamos en un serio aprieto. Atenas ha quedado desguarnecida y son muchos los partidarios de Hipias que aún alientan su regreso! ¡Una insurrección en las calles es más que probable!

A la mención de Hipias, quedaron todos sumidos en un consternado silencio. El último de los reyes atenienses, el hermano del asesinado Hiparco, el heredero de Pisístrato, había ido a refugiarse, cuando fue desterrado en aquel lejano día de juventud que ya he narrado, en tierras persas. Y con el andar del tiempo, movido por su afán de venganza y sus deseos de recuperar el poder, se había arrojado en brazos de Darío, del que era consejero militar.

Sí, el maldito Hipias estaba ahí, frente a nosotros, a sólo unos pocos estadios.

El dilema ante el que se debatían nuestros mandos se nos antojaba claro a todos. Estábamos ante un contingente que superaba, por su dimensión, cualquier expectativa de victoria, clavados en un altozano que cerraba el paso hacia Atenas, y temiendo que a nuestras espaldas, en la ciudad, los partidarios del tirano, proclives a un gobierno manejado por los persas, pudieran ocupar la Acrópolis y forzar la capitulación de nuestros órganos democráticos.

–¡A qué esperamos! –rugía cada dos horas Cinégiro, mi hermano, que era de sangre caliente y sobrellevaba peor que el resto lo tedioso de la espera–. ¡Arremetamos contra ellos, sin piedad alguna! ¡Me veo capaz de acabar con los cuatro o cinco que me toquen en el reparto!

–Conserva el temple, Cinégiro… –recomendaba yo en cada ocasión–. Nuestros arcontes deben decidir. Sólo la disciplina nos va a sacar de ésta. El más mínimo error desencadenará una catástrofe.

–¡Vamos, Cinégiro, sosiégate y únete a nosotros; les estamos dejando ciegos, cuando carguemos serán incapaces de vernos llegar! –bromeaban Tisias y Ergino. Los dos habían ideado una forma de irritar a los persas a la que todos nos entregábamos con absoluto deleite a falta de otra actividad. Sentados en las rocas, en las horas en que el sol nos era favorable, formábamos una pared con nuestros escudos de bronce bruñido y reflejábamos sus rayos, concentrándolos sobre sus líneas más avanzadas. Por fortuna, al atardecer, con el sol a nuestras espaldas, ellos no podían pagarnos con la misma moneda: sus escudos eran de mimbre trenzado.

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Tras tres días aguantando bajo el sol y con poca agua, nuestro ánimo, que menguaba ante lo prolongado e incierto de la espera, se vio reforzado súbitamente. Con la aclarada de la cuarta jornada, escuchamos con nitidez el sonido de una docena de aulós; entonaban un himno de guerra, que si bien no era el propio, no sonaba en absoluto ajeno.

Era el peán de combate de nuestros vecinos, los plateos.

Mil hoplitas de la pequeña Platea llegaron hasta la playa de Maratón, dispuestos a compartir nuestro destino cualquiera que fuese.

Nuestra victoria o nuestra muerte.

Pocos recuerdos más emocionantes guardo de aquellos días interminables. Unos y otros nos fundimos en un abrazo de carne y metal. Tisias y Brisón lloraron como niños, deshechos en lágrimas. A mí se me formó un nudo en la garganta, que aún hoy, a pesar de los muchos años transcurridos, siento como una garra.

Pero a la euforia del momento sucedería el desconcierto de la realidad. Nuestros generales, al salir de Atenas, habían enviado al más rápido de los mensajeros a la tierra de los lacedemonios. Su misión consistía en alertar a los espartanos de que todo dependía de nuestra suerte en Maratón. Si Atenas caía, los persas atravesarían el Istmo de Corinto a continuación, llevando el conflicto hasta Esparta, por tierra y por mar. Nuestra batalla era también su guerra.

Calímaco había estado esperando esa respuesta, durante días, resistiéndose a librar el combate que Milcíades, y en menor medida Temístocles, proponían.

El emisario, extenuado y al borde de la muerte, regresó al atardecer del cuarto día. Los espartanos –comunicó con un hilo de voz– aceptaban emprender la marcha hacia Maratón, pero no antes de que hubiera terminado el festival religioso que celebraban en esas fechas. Su ley ancestral no les permitía abandonar Lacedemonia antes de su conclusión.

La noticia corrió de hoguera en hoguera, de círculo en círculo.

Estábamos solos. Esparta no llegaría a tiempo.

La tensión de la espera aumentó hasta convertirse en indecible angustia durante cuatro días más. Para entonces, todos estábamos convencidos de que ese farallón en el que hallábamos refugio y fortaleza iba a ser el escenario del resto de nuestras vidas.

Pero al atardecer del octavo día, una inesperada actividad en el campo persa nos alertó de que algo sucedía. Las trirremes más alejadas de la orilla parecían maniobrar, intentando rozar con sus quillas la arena de la playa; por doquier las barcazas se aprestaban a trasladar caballerías, pertrechos y armas de vuelta a los navíos.

Era evidente que los persas preparaban su reembarco. Acaso dispuestos a largar vela rumbo a los puertos de Atenas.

Arístides el Justo era nuestro arconte del día. Ante las dudas y las pocas horas de luz que restaban, declinó la responsabilidad de ordenar un ataque general, cediendo su turno de mando a Milcíades, que rehusó ejercerlo en semejantes condiciones.

Al amanecer del noveno día, la maniobra persa no dejaba lugar a dudas. Pretendían zarpar. Milcíades, haciendo uso de su derecho al mando, decidió que debíamos cargar contra ellos. Calímaco seguía sin resolverse. Pero el arconte no le permitió titubear ante lo crucial del momento. Encendido en ardor bélico le espetó, a la vista de todos, una enardecida soflama ante la que nadie dudaría en entregar la vida sin el más mínimo lamento…

–¡Calímaco, por los dioses, por todo aquello que consideres sagrado! –bramó–. ¡El momento ha llegado! ¡Ataquemos a los persas, ataquemos ahora! ¡Ataquemos hasta acabar con esta maldición que pesa sobre nuestro destino! ¡Si no lo haces, Atenas pagará tu irresolución con la destrucción y la muerte! ¡Pero si lo haces, regalarás a las generaciones futuras un recuerdo aún mayor que aquél que nos convirtió en un pueblo libre!

El polemarco, turbado ante el brete de la posteridad, asintió. Había llegado la hora.

La hora de Maratón.

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Descendimos hasta la playa, como quien cruza un umbral sin retorno, y formamos los cuadros. Nuestro movimiento no pasó inadvertido. Los persas, a su vez, se aprestaron a cerrar filas en el horizonte, unos seis o siete estadios más allá de nuestra posición.

–¡Por Zeus que he llegado a pensar que mis ojos no verían este momento! –farfulló Coridón excitado, ocupando su puesto en la línea, a mis espaldas–. ¡Esquilo, viejo amigo, protegeré tu retaguardia con mi vida, no temas!

Me giré y le dediqué una mirada de gratitud eterna. Todo mi cuerpo temblaba en esa hora, no puedo mentir. Temblaba como una hoja al viento. Pero a un tiempo, sabía que de mi talante y valor dependía la salvaguarda de cuantos me rodeaban. Todos, en la línea cerrada y feroz de la falange, éramos centinelas de nuestros amigos. La formación no podía romperse, bajo ningún pretexto, bajo ninguna excusa, bajo ninguna presión.

Antes la muerte.

Para nuestra sorpresa, Milcíades nos hizo variar la disposición de las líneas. Sus órdenes de última hora fueron expeditivas. Instó a varias de las filas del cuadro central a desplazarse a izquierda y derecha y formar en las alas. No negaré que esa maniobra se nos antojó suicida. El centro de los hoplitas, tradicionalmente, lleva la peor parte en el encontronazo, pues choca, al final de su carga, con las unidades de elite del enemigo. Pero él decidió, por alguna razón táctica que no podíamos comprender, reforzar los flancos, otorgándoles una profundidad que era el doble de lo habitual. Sólo cuatro líneas de hoplitas quedamos al cargo del centro, dispuestos a lo largo de la playa.

–¡Esto es una locura! –rezongó entre dientes Ergino, consternado al advertir la maniobra–. ¡Nos van a masacrar!

–¡Pues que Hermes nos lleve a todos al Hades! –exclamó entre reniegos Agrades, dedicando una mirada de infinito amor a su querido Deinómenos, que permanecía a su lado–. ¡Pero que permita que volvamos a reunirnos allí!

Calímaco se puso al frente del ala derecha. Arístides el Justo y Temístocles, secundando a Milcíades, formaron en el centro. Al resto de arcontes se encomendó el mando del flanco izquierdo, integrado por atenienses y plateos, peltastas, infantes ligeros y esclavos.

Cuando el movimiento de tropas quedó resuelto, un silencio sobrecogedor nos invadió a todos. Planeó sobre nuestro ánimo, como un ave negra, acallando las voces y despedidas, sumiéndonos en un mutismo irreal. Por mi mente desfilaron escenas olvidadas de mi infancia; vi a mi madre, a Euforión, y a mi pequeña y muy querida Eleusis. Pero mentiría si no dijera que, sobre todas las cosas que se presentaron ante mis ojos, emergía con fuerza y nitidez la conciencia de lo que éramos y representábamos, allí, bajo el sol implacable, clavados como estacas destinadas a marcar la linde de un terreno inconquistable: el espíritu de un pueblo que, liberado finalmente de las cadenas de la mezquindad y la aquiescencia, se sabía capaz de revolverse contra cualquier opresión o injerencia, propia o extraña, con uñas y dientes.

Miré a mis hermanos. Cinégiro estaba a mi derecha, Aminias a mi izquierda. No hubo palabras entre nosotros. Sólo un brillo de coraje fraternal en los ojos; la certeza muda de que viviríamos o moriríamos juntos, como los cachorros de la camada noble que éramos.

Permanecimos dispuestos de esa guisa durante largo tiempo, sin flaquear. Sin movernos. Esperando la señal de ataque. Una consigna corrió de boca en boca a lo largo de las filas. Eran órdenes de Milcíades. Alertaban de que al grito de doble carga deberíamos cubrir la distancia que restara hasta el enemigo –aquélla en que seríamos más vulnerables a sus arcos– duplicando nuestro esfuerzo, a la máxima velocidad que permiten los pies de un hombre.

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El arconte alzó su brazo. Comenzamos a avanzar. No quedaba tiempo para pensar en nuestra suerte. Corrimos ligeros, al unísono, rozando el paso de carga, protegiéndonos, unos a otros, en la greca amiga e impecable de nuestros escudos, sintiendo el contrapeso de las sarisas oscilar hasta descender a la posición de ristre, ansiosas por morder el pecho de nuestros adversarios.

Recorrimos la mitad de Maratón como una nube de diablos furiosos, apretando las mandíbulas con indescriptible saña. Y el resto, cuando resonó en el aire la orden terrible de doblar la marcha, como una maldición surgida de la garganta del mismísimo Ares.

Acometimos como un huracán, como una tempestad destinada a perdurar en la memoria de los hombres que nos sucedan; desafiando un inclemente diluvio de flechas con nuestros escudos, corazas y yelmos; sin detenernos cuando camaradas de línea se desplomaban, dejando un hueco irreemplazable, o el gemido de una voz querida traspasaba nuestro corazón de parte a parte.

Con la ponzoña del veneno enloqueciendo el ánimo llegamos hasta ellos. Nadie puede pretender explicar lo que supone atravesar a un hombre con la punta de una lanza si no lo ha hecho. Un hombre es sólo el cascarón de un huevo. Un hombre no es nada: el espíritu de sus rodillas se quiebra ante el golpe del metal, asestado con rabia y sin piedad, y cae vencido sin saber el motivo que le derrumba, con los ojos llenos de preguntas. Y en ese estado de paroxismo y sinrazón que eran sus miradas y las nuestras, acabamos con un millar de persas. Oíamos sus lamentos y estertores, aun sin entender a qué dios se encomendaban, y los rematábamos con ira, tendidos a nuestros pies, como a perros.

Pero tras el empellón inicial no tardamos en constatar la debilidad de nuestro centro de combate. Los bárbaros nos oponían, en esa posición, lo mejor de sus tropas. Se recuperaron, revertiendo el empujón, conduciéndonos a un cuerpo a cuerpo angustioso, sanguíneo, en el que las distancias ya no se medían por la longitud tranquilizadora de las lanzas y el cuartel de las rodelas, sino por el restallar despiadado de las espadas tajando en cercanía. En cuestión de minutos comenzaron a masacrarnos, arrojándose contra nosotros como una jauría de lobos desesperados.

En ese momento, lo recuerdo bien, escuché el grito de Deinómenos al morir. Fue un alarido enervante, fino como un estilete. Resonó a mis espaldas y atravesó mi cerebro. Al punto, la ira de Agrades y de Coridón, vengando su pérdida, inundó el aire. Yo no pude girarme, no pude hacer nada, ocupado como estaba en defender mi propia vida. Había perdido a mi hermano Cinégiro de vista, cuando la terrible presión del cuerpo a cuerpo nos obligó a romper la sagrada formación, y ya sólo veía la locura caer en tromba sobre mí, buscando mi fin. Aminias, el menor de mis hermanos, trabó su espalda contra la mía. Recostados el uno en el otro como dos puntales, giramos cual peonza de hierro, arrebatando vidas sin poder precisar cuántas fueron.

Entonces, en ese lance decisivo, en el que el fiel que dictamina la victoria o la derrota depende sólo del peso de una pluma precipitada en cualquiera de los platillos, nuestras alas, victoriosas tras haber aplastado los débiles flancos del ejército persa, convergieron hacia el corazón de la batalla como una inundación, derrochando ínfulas y rabia, mellando el hierro en una carnicería que nos cubrió de sangre de la cabeza a los pies. A partir de ese instante todo sucedió para mí como en un sueño, en el que movimientos y situaciones se suceden de forma casi irreal: dejé de escuchar los gritos, la terrible batahola de la contienda, y erré enloquecido, rematando a todos cuantos encontraba malheridos a mi paso.

No sé cuánto duró aquello. Sólo sé que fue una locura, un viaje al delirio al que me entregué con total enajenación, sin recordar quién era. La voz de Cinégiro me devolvió a la realidad. Gritaba junto a mí, como un poseso, señalando la orilla de la playa.

–¡Escapan! ¡Huyen! –bramaba–. ¡Tras ellos, tras ellos!

–¡Malditos, malditos…! –rugía Agrades desesperado. Él y yo nos miramos durante un instante eterno. Su rostro estaba tintado en rojo y de sus ojos brotaba el odio en forma de lágrimas. Entendí que la muerte de Deinómenos le suponía un dolor mayor que la más amarga de las derrotas.

Los persas, desbordados, se precipitaban en abierta desbandada hacia sus naves. Corrían despavoridos, desprendiéndose de escudos y armas en su abierta retirada; se atropellaban unos a otros, obsesionados por ganar sus botes y alejarse de la orilla.

Ensartamos a cientos de ellos en el agua. Les aplastábamos contra el fondo, hasta que el aire y los aspavientos cesaban y la superficie se ensangrentaba.

Cinégiro, furioso como Polifemo tras ser cegado por Odiseo, se lanzó en pos de una de las barcazas que empezaba a bogar. La sujetó por la popa, dispuesto a retenerla, con el agua hasta el pecho. Con el terror en la mirada, un persa le propinó un hachazo salvaje que le cortó la mano izquierda de cuajo, y otro de los bárbaros, desde los bancales, liberó una flecha que silbó yendo a clavarse en el centro de su corazón.

Aminias y yo presenciamos la muerte de Cinégiro. Recuerdo que los dos prorrumpimos en un rugido doloroso y crispado. Yo me arrojé sobre su cuerpo, en un irracional intento por proteger la vida que pudiera restar en su pecho. Lo arrastré hasta la arena. Tisias, Brisón, Ergino y mi hermano, en venganza, lanzaron sus pesadas sarisas como si de jabalinas se tratara, matando a dos de ellos.

Eso es todo cuanto sucedió aquel día en Maratón. Muchos persas lograron escapar. Pero dejaron a casi siete mil de los suyos atrás, tendidos en la arena, arrastrados por el oleaje. Poco más tarde, cuando procedimos al recuento de nuestros muertos, un clamor de gratitud a Ares y Atenea lo inundó todo, pues eran sólo ciento noventa y dos los hoplitas caídos. Y poco más de un centenar los heridos. La mayor pérdida fue constatar que Calímaco, nuestro polemarca, y Estesilao, uno de los diez generales, habían perdido la vida.

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Milcíades, tras la batalla, entendió que era preciso que Atenas conociera cuanto antes nuestra victoria, para evitar así cualquier conato de insurrección por parte de los partidarios de Hipias, el tirano vendido a los persas. Muchos fueron los que aseguraron haber visto en lo alto de los montes, a nuestras espaldas, durante la resolución del combate, un destello de luz cegadora. Posiblemente era una señal convenida, enviada por algún traidor; una señal destinada a desatar el caos en nuestras calles. Los barcos persas habían levado ancla y puesto proa al Sur, en dirección a los puertos. El arconte, entonces, envió a Filípides, que era el mejor de todos nuestros corredores –pues el mismo Hermes le había bendecido colocando alas en sus pies–, con la nueva. Recorrió el Ática como un corcel desbocado. Y se desplomó con el corazón roto, a las puertas de la capital, tras balbucear nuestra gloria.

Poco después, Milcíades, al frente de buena parte de nuestras fuerzas, emprendió el regreso a la ciudad, dejando a Temístocles y al resto de arcontes al cargo de las honras fúnebres y sepelios. En su marcha agotadora toparon con las falanges de Esparta, que avanzaban resueltas hacia Maratón. Los espartanos se excusaron por llegar tarde a la batalla y decidieron, al entender el peligro que se cernía sobre Atenas, unirse a los nuestros. Llegaron al puerto de Falero, tras forzar el paso, al tiempo en que la flota bárbara asomaba por un recodo de costa. Se plantaron allí, desplegados por playas y roquedales, erizando la costa de sarisas y de escudos, jurando muerte y dolor a cualquiera que osara poner sus pies en nuestra tierra. Los persas, desde las naves, comprendieron que aquello sería aún peor que lo vivido en Maratón y orientaron sus velas poniendo rumbo a Jonia.

Mientras todo eso ocurría, Coridón, Ergino, Tisias, Brisón, Agrades, Aminias y yo nos unimos en el dolor, confortándonos por la pérdida de Deinómenos y Cinégiro. Formamos un círculo alrededor de sus cuerpos jóvenes y guardamos un silencio largo y consternado. Después, cuando logramos atenazar el llanto, les colocamos junto al resto, pues ésa hubiera sido su voluntad.

Tres túmulos fueron construidos. Uno para los atenienses, otro para los plateos, y un tercero para escuderos y esclavos.

Cuando abandonamos la bahía, en dirección a Atenas, no pudimos evitar volvernos, buscando retener en la mirada el recuerdo de una proeza destinada a convertirse en leyenda.

Supe que la playa recuperaría su hermoso silencio tras nuestra marcha. Que el viento y la lluvia borrarían la sangre. Que las tumbas de los héroes se cubrirían de altas hierbas. Que los huesos de Cinégiro y Deinómenos se desharían hasta fundirse con la tierra.

Y que en el futuro, en mis noches de insomnio, regresaría, una y otra vez, a caminar su gloriosa arena.

 

 

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MarathonSalamis

Autor- Julio Murillo

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