Hace falta valor para escribir

cabecera Julio Murillo

Old vintage typewriter

Los que llevamos más de media vida dedicados a la literatura y al periodismo, tenemos muy claro que el oficio de escribir requiere de un uno por ciento de inspiración y de un noventa y nueve por ciento de transpiración. En el primero de los casos, tener una idea original, inédita, o bien ser capaz de aportar un sesgo nuevo –modificando un planteamiento ya conocido–, que pueda dar pie a una novela atractiva, es absolutamente imprescindible. Pero luego toca vivirla, darle forma, sudarla; es decir: hallar el Macguffin o elemento de intriga que actúe como anzuelo atrapando al lector, ser capaz de modificar el guión, cincelar los rasgos psicológicos y físicos de los personajes, depurar los diálogos, documentarse y destilar los mil y un detalles que hacen que una trama resulte convincente y funcione. Y corregir, corregir hasta la extenuación signos de puntuación y adjetivos. José Luis de Vilallonga me confesó, en las numerosas ocasiones en las que pudimos conversar acerca del placer que supone escribir, que para él lo más enojoso del arte de juntar letras era la utilización certera del maldito adjetivo. Es cierto. Al menos en mi caso lo es, pues recuerdo haber pasado más de una hora decidiendo si la expresión de un personaje, su gestualidad en una situación determinada, era torva, quizá ladina, acaso pérfida o más bien taimada. El tono entre adjetivos es sólo equiparable a la sutileza que media entre los matices que conforman la escala de grises. Miguel Delibes también era de esa opinión, y de ahí su incomparable maestría a la hora de describir incluso lo nimio de modo sublime.

Recuerdo haber pasado más de una hora decidiendo si la expresión de un personaje, su gestualidad en una situación determinada, era torva, quizá ladina, acaso pérfida o más bien taimada.

Narrar es un impulso incontrolable, una necesidad, un devaneo narcisista en el que uno puede ahogarse en su propio reflejo; es discurso interior, soliloquio, enajenación, desmesura, y un lujo reservado a muy pocos, porque parafraseando el título de la obra de Juan Marsé: ¿Quién está tan loco como para encerrarse con un único juguete durante meses y meses y meses?

De la literatura, aquí y ahora, viven unos pocos primeros espadas. Todos ustedes les conocen, no hace falta citarlos. Y el Dan Brown o el mediático de turno, claro.

Cada año, sobre todo en determinadas fechas, la prensa dedica extensos artículos a nuevas hornadas de autores que prometen sorprender al mundo con sus óperas primas. Sus nombres aparecen en negrita en las abigarradas columnas de los tabloides, y ese es, casi siempre, el mayor y único pago a su temeridad, porque en muy pocas semanas sus huellas son borradas por el viento del olvido. Un libro, y el esfuerzo inmenso que conlleva, tiene presencia destacada en los lineales y anaqueles de las librerías unas tres semanas, poco más o poco menos. Y si Nielsen –empresa que audita el consumo en toda Europa– no detecta, durante los primeros días, que el código de barras del producto está haciendo funcionar las cajas registradoras, siempre acaba siendo menos. Es así… Life is hard and then you die! O dicho en plan castizo: entonces vas y te mueres.

Un libro, y el esfuerzo inmenso que conlleva, tiene presencia destacada en los lineales y anaqueles de las librerías unas tres semanas, poco más o poco menos.

Aquí, y en muchos otros países de nuestro entorno, plantearse vivir de la literatura es propio de ilusos. Poco importa el empeño que se ponga en el intento. La crisis ha barrido todos los sectores del mundo de la cultura y de la comunicación con inusitada virulencia. Los formatos digitales y la piratería en internet han provocado que negocios billonarios como la música o el cine se desplomen estrepitosamente; las sucesivas oleadas de OJD –la Oficina de Justificación de la Difusión– ponen de manifiesto que a la prensa impresa le quedan dos cafés y una buena extremaunción, y con decir que en los últimos cuatro años casi mil cuatrocientas librerías han cerrado sus puertas en España, poco resta por añadir.

Es un panorama desolador, sin ambages.

Atrás quedan los años de bonanza, cuando las principales editoriales pagaban, en función de la trayectoria e histórico de ventas del autor, adelantos por la creación futura, partiendo de un buen guión, extenso y pormenorizado, y un índice de capítulos. Si ahora escribes debes hacerlo sin red, viviendo del aire durante un año o más. Y si les gusta, lo publican, y si no es así, te lo comes con patatas. A día de hoy tampoco se explicita en los contratos de la obra a editar la tirada, ni qué tipo de promoción se efectuará, ni qué recursos se destinarán a tal efecto. Me comentaba un escritor de nueva hornada, al que asesoré, que en la editorial le habían preguntado si se manejaba bien con las redes sociales y si tenía muchos seguidores en Facebook y en Twitter. Lo que se traduce en un ya te apañarás… o piano piano si va lontano. Para echarse a llorar, vaya. Ni listado de medios, ni presentación del libro en diversos puntos de nuestra geografía, ni transporte, ni gastos. Y la mayoría de entrevistas, de haberlas, por teléfono o cuestionario.

A día de hoy tampoco se explicita en los contratos de la obra a editar la tirada, ni qué tipo de promoción se efectuará, ni qué recursos se destinarán a tal efecto.

Con respecto a las editoriales también debería apuntarse que a día de hoy prefieren comprar por cuatro duros –y traducir por otros cuatro– novelas que han funcionado en otros mercados, o fichar a los primerizos cuyo e-book parece funcionar en plataformas como Amazon. Tampoco suelen renovar los contratos una vez ha expirado el plazo de explotación –normalmente de cinco años–, con lo que te puedes encontrar con varias novelas en el limbo, viviendo el sueño de los justos. Además, en función de si la tirada inicial ha sido excesiva, pueden decidir, unilateralmente, destruir parte del stock, porque les resulta más caro almacenarlo que volver a imprimir el título, en caso de que corras la suerte de un Carlos Ruiz Zafón y resucites cuando ya todos te daban por muerto. Para colmo –y no daré nombres porque no me parece elegante– alguna famosa editorial especializada no abona desde 2012 las liquidaciones anuales a sus autores –aunque, eso sí, facilita la información de los ejemplares vendidos y reconoce la deuda–, por estar al borde de la quiebra.

Tampoco pintan mejor las cosas a la hora de plantearse que un agente literario gestione el trabajo del autor si este decide saltar a la arena. Sus tarifas se han incrementado, desde hace algo más de un año, pasando del 10% al 15%, aplicable a cualquier ingreso generado por el libro –ya sea en concepto de adelanto, liquidaciones futuras, adaptación al cine o cesión de derechos de traducción y edición a otras lenguas y países–, más los consabidos impuestos, por descontado. Entre lo poco que pagan las editoriales y las retenciones que practican, y la factura por los servicios prestados por la agencia literaria, el autor se queda mirando al infinito con expresión alelada y la mano llena de calderilla. Y olvídense de aquella visión romántica explotada por el cine, del agente entregado que llama al autor a altas horas de la madrugada, a su casita de madera en el bosque, y le da ánimos elogiando los últimos capítulos recibidos. Contra más importante sea la agencia literaria, mayor suele ser la desatención, el abandono y la frustración que generan.

Entre lo poco que pagan las editoriales y las retenciones que practican, y la factura por los servicios prestados por la agencia literaria, el autor se queda mirando al infinito con expresión alelada y la mano llena de calderilla.

A lo largo de los años he tenido el placer y el honor de conocer a muchos excelentes escritores, con los que mantengo estrecha relación y contacto. Prácticamente todos ellos circulan a punta de gas por la literatura en estos momentos, diversificando sus actividades al máximo: talleres literarios; charlas y lecturas; tertulias; dirección de jornadas y festivales de género negro, ciencia ficción, novela histórica o humor; colaboraciones en prensa y en programas de radio, y un largo etcétera. Y todos carraspean y se salen por la tangente cuando les preguntas qué tal pinta su próxima novela.

David Grossman, escritor y ensayista israelí, decía hace muy pocos días en una entrevista que la mejor recompensa de la literatura es el hecho de escribir.

Sí, cierto, lo suscribo, pero… hace falta valor, mucho valor.

Autor- Julio Murillo

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Un comentario Agrega el tuyo

  1. Soy escritora y suscribo lo escrito. Parecemos hombres orquesta.

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