La otra tarde —ya había anochecido—, Nicolau el artista, emigrante rumano que vive en el barrio de Carabanchel de Madrid, me invitó a que viera su última obra, en la que lleva trabajando mas de dos años. Le encontré en la cola de los desheredados que esperan a que cierre el Lidl y unos de sus trabajadores eche a la basura los alimentos caducados. El gran Nicolau nació en Brasov, la capital sentimental de Transilvania, hace más de sesenta años.
Tras aceptar la propuesta, los dos nos dirigimos hacia su casa, en un piso patera. Desde que le conocí, por casualidad, ahora lo cuento, me llamaron la atención sus manos, porque cada vez que las veo, me hacen imaginar e intuir las del virtuoso Niccolò Paganini, enormemente desproporcionadas, elefantiásicas.
Aunque reconozco al amable lector que siempre que me encuentro con Nicolau trato de apartar la vista de sus manos, para no violentarlo; pero los ojos se me alejan de la voluntad y en mi memoria resuena aquel violín cañón que tanto amó el genial Paganini.
Y llámenlo como quieran: Delirios y hasta burdas ensoñaciones, pero les aseguro que con esfuerzo, abstraigo la roña y la negritud que Nicolau muestra en sus grandes manos porque sé que Paganini, en sus conciertos, las lucía impolutas. Y Nicolau no se las cuida nada. Bastante tiene con vivir al día.
De sólida formación técnica y licenciado en ingeniera de los metales, mi amigo rumano es, además, máster por la Universidad Pública de Bucarest en construcción de puentes e imposibles infraestructuras.
Pero desde que vive en Madrid, como un temeroso emigrante ilegal más, Nicolau apuesta por el color y las formas de la belleza en livianos lienzos de cobre. Es un artista y así me lo ha demostrado desde que le conocí rebuscando, igual que hoy, en el cubo de la basura de mi comunidad hace ya más de seis meses, una noche en la que no podía dormir y bajé a la calle un poco antes de que llegara el camión del Ayuntamiento.
El caso es que cuando llegamos a su casa, ese cuarto izquierda sin ascensor en el que comparte habitación, me asusté nada más entrar al salón recibidor. Allí dormía una familia de al menos ocho magrebíes. Luego, en el pasillo, intuí al menos tres jergones más.
Ya en su habitación, Nicolau me dijo que lo peor en su cotidiana convivencia era la “excesiva intimidad” con las cuatro familias con las que compartía el piso patera alquilado. Y que le sacaba de sus casillas la falta de cultura y solidaridad de los talibanes.
Su obra, impresionante. En su contemplación pasé gran parte de la noche que Nicolau caldeó con una infusión de menta, un muy correcto español y sus teorías acerca de las dimensiones ocultas del arte. De esto hace ya tres meses y no consigo quitármela de la cabeza. Aquellos cuadros mágicos me desvelaron más de una semana. Una genialidad que algún día se subastará en Sotheby’s, a la altura de los grandes pintores cubistas, científicos como él, que supieron plasmar en sus obras la consistencia de la cuarta dimensión.
Y qué pena de ortografía y de cultura la que encontré en todas las marquesinas de autobús que fotografié al salir de la casa de Nicolau. Una profunda lástima por la rutina de la supervivencia. La pobreza me asaltó en este paseo largo que me llevó de vuelta a casa, entre el amor a la vida y la muerte de la cultura. Y así lo fotografié, a las claritas del alba.