Antes de escribir estas líneas he estado pensando un buen rato qué decir de «All things Must Pass». Para mí no es fácil hacerlo. Esta maravilla firmada por George Harrison, el Beatle místico, es algo más que un disco emblemático; más que una obra de arte; más que el mejor de los álbumes de la era post Beatle, junto al «Imagine» de John Lennon; más que el hito de haber sido el primer triple LP grabado en la historia del rock por un artista; más, en definitiva, que un disco de culto; más que una grabación absolutamente inmortal, bella e insuperable; más…, ¿qué más?. Lo diré a tumba abierta: «All things Must Pass» formó parte de la banda sonora de la primera juventud de quien esto escribe. Y eso marca de por vida, no se puede olvidar.
A los catorce años yo echaba monedas en una máquina de discos, en un bar perdido, en Binéfar, un pequeño pueblo de Aragón, en un verano libre e interminable. Sonaba «My Sweet Lord». Y también «What is Life» y «Apple Scruffs». Afortunadamente, no era yo el único dispuesto a alimentar a aquel mostruo insaciable. Recuerdo que todos nos quedábamos sin monedas a diario, sin poder comprar tabaco. Todo por seguir escuchando a Harrison, una y otra vez.
De vez en cuando, para variar, apretábamos otras teclas y optábamos por darle una oportunidad a Ringo y su genial «It´t Don´t Come Easy», o a Paul, con su delicioso «Another Day»; también, en menor medida, a Paul Simon, a Paul Revere y los Raiders, a los Creedence, o, ya de noche, cuando aparecía alguna chica de las que encandila, a Roberta Flack, que nos mataba suavemente y nos dejaba suspirando. No obstante, Harrison reinó en solitario en aquel particular Summer of Love.
Hoy, muchos años después, cuando escucho cualquiera de las canciones de «All Things Must Pass», se me hace un nudo en la garganta y entro en estado afásico, incapaz de articular una sola palabra. Sólo puedo escuchar, en silencio, con auténtica devoción, convencido de que THAT WAS MUSIC. ¿Lo entendéis? Sí. Eso era música. Música inmensa, perfecta, bellísima, inspirada, inagotable, auténtica, honesta, reconfortante y pura. Es cierto. Es así. O lo era. El jardín ya no es el mismo, George. Ahora cruza una autopista de peaje; la excavadora se llevó por delante a los enanitos –»¿Enanitos?, ¡dejémonos de mariconadas!», resolvieron–; el aire se vició debido a una zona industrial en la que fabrican algo que no sé para qué sirve pero que me obligan a comprar.
Pero eso no es lo peor: inventaron, a renglón seguido, los relojes digitales, la odiosa MTV, y un montón de aberraciones más; instauraron el culto al marketing, al break-even, al Supply Chain Management, al ego que tú tanto aborrecías, y a la vulgaridad más lacerante; denostando y prohibiendo, por el camino, todo aquello que antes entendíamos era sagrado. Para terminar, edificaron millones de nichos de hormigón, que tapan el horizonte, y que nos venden, hatajo de miserables, a plazos de por vida. ¡Ay, George, cuánta razón tenías al avisarnos! «¡Cuidado con la oscuridad, tened cuidado con la oscuridad!», cantabas.
Ojalá estuvieras aquí, de verdad. Y ojalá alguien me devolviera aquellas monedas de cinco pesetas y aquella fantástica jukebox llena de himnos de vida a 45 revoluciones por minuto.