Un final feliz…

Un final feliz interior

Al atardecer del día 28 de febrero de 1933, Salomon Färber despejó la mesa de trabajo de su pequeña relojería en Berlín. Le dolía la espalda tras muchas horas de minucioso trabajo; y sus ojos, acostumbrados a lo diminuto, se negaban a enfocar correctamente las dimensiones reales del mundo. Colocó a un lado todas las piezas de un viejo reloj de péndulo, que restaban por limpiar y montar, se puso el abrigo y la bufanda y apagó la luz. Una vez en la calle, rebuscó en el bolsillo, extrajo una gruesa llave y cerró la puerta con doble vuelta. Hecho eso, se encaminó, a paso decidido, hacia el Reichstag, el edificio del Parlamento Alemán.

Quería ver con sus propios ojos el desastre. Llevaba todo el día prestando oídos a los comentarios y habladurías de la gente, pero no acababa de creérselo. ¿Un incendio? ¿Un incendio provocado? ¿Cómo era posible que algún mal nacido hubiera pegado fuego al símbolo de la soberanía, la convivencia y la democracia?

Lo que más le extrañaba –y eso debía de ser, a buen seguro, un bulo malintencionado– era que los comunistas pudieran estar detrás de semejante barbaridad.

Salomon sintió que el corazón le daba un vuelco en el centro del pecho cuando sin resuello llegó a las proximidades del Reichstag. Aún humeaba. Los estragos causados por las llamas eran bien visibles en numerosos puntos de la fachada. El lugar estaba atestado de ciudadanos, que se movían de un lado al otro con el desconcierto estampado en el rostro mientras la policía intentaba mantener despejados los accesos al edificio.

El relojero distinguió a Mathias Woorman, un vecino y buen amigo, propietario de una sastrería, con el que solía departir algunas tardes en una pequeña plaza próxima a su domicilio. Su hija y el hijo de Mathias, de la misma edad, solían pasear juntos con frecuencia. Los dos habían bromeado en infinidad de ocasiones acerca de la posibilidad de acabar convirtiéndose en consuegros.

Llegó hasta él y le tocó levemente en el hombro, cariacontecido.

–¡Qué desastre, qué locura! –acertó a decir.

Mathias le miró de soslayo y asintió apesadumbrado, volviendo a clavar de inmediato la mirada en las ventanas chamuscadas del Parlamento.

–Sí, un desastre, aunque por fortuna han cogido a ese miserable… –murmuró.

–¿Entonces es cierto?

–¿Qué es lo que es cierto?

–Que el incendio ha sido provocado.

–¡Por el amor de Dios, Salomón, claro que ha sido provocado! ¿Aún tienes dudas? ¡Los comunistas! ¡Ha sido un sabotaje de los comunistas! –zanjó el sastre con expresión hastiada.

–Me cuesta creerlo…

–Pues créetelo. El propio Hitler lo ha confirmado. Y también Göring. Ha sido cosa del Komintern… –continuó explicando Mathias–. El incendio empezó en varios puntos. Cuando llegaron los bomberos, a eso de las nueve y media de la noche, un nuevo foco, muy virulento, se declaró en la Cámara de Diputados. Encontraron a un tal Marinus Van der Lubbe rondando por allí…

–¿Quién es ese Marinus?

–¡Ya te lo he dicho, Salomón! ¡Un comunista, o alguien que tiene mucho que ver con ellos! –gruñó el sastre entre dientes–. Se rumorea que es holandés. Seguramente a estas horas ya ha confesado, pues hace un rato he oído a varios que comentaban que Göring ha dado orden de detener a todos los líderes de la Internacional Comunista de Berlín…

–¿Y no te parece extraño?

–¿Extraño? ¡Yo no veo nada raro en eso! ¡A la cárcel con esa gentuza!

–¡Mathias, sabes perfectamente que los nacionalsocialistas llevan tiempo cargando las tintas y sembrando cizaña contra los comunistas! –espetó indignado Salomon–. Los odian a muerte. Odian a cualquiera que no comparta sus ideas…

–¡Eso no es cierto!

–Yo soy un viejo, Mathias. La política no me interesa mucho, pero algo me dice que esto ha sido orquestado por los nacionalsocialistas. De río revuelto siempre se sacan ganancias. No me extrañaría que en cuestión de horas acaben declarando el Estado de Emergencia. Paul von Hindenburg, el Presidente, es un anciano. Lograrán hacerle firmar lo que le pongan delante…

–¡Pamplinas!

–¿Es que no lo ves? –interpeló Salomón zarandeando a su amigo levemente–. Ése será el primer paso. Después recortarán derechos y libertades, abolirán la Constitución de Weimar… ¡Y convocarán nuevas elecciones! ¡Tiemblo sólo de pensar qué ocurrirá si Hitler consigue esa mayoría que ahora le falta!

–A lo mejor es lo que necesitamos… ¡Un gobierno fuerte que acabe con tantos años de zozobra, miserias y humillaciones! ¡Un gobierno que nos devuelva el orgullo de ser alemanes!

Comenzó a soplar un viento gélido, que llegaba a rachas. Salomon estornudó. Lo hizo una y otra vez. Echó mano a un pedazo de tela arrugada, otrora un pañuelo.

–Hace frío, Mathias. No me encuentro muy bien. Creo que es hora de ir a casa… –susurró con voz cansina–. ¿Qué piensas hacer tú? ¿Te quedas?

–No. Vamos. Aquí ya no hay nada más que ver…

Comenzaron a caminar en dirección al barrio, disgregándose del gentío que todavía llenaba la explanada. Salomon alzó el cuello de su abrigo y enfundó las manos en los bolsillos. No cruzaron palabra durante un buen trecho, inmersos en sus pensamientos.

–Rebeca me dijo ayer que había visto a Emil… ¿Hacen buena pareja, verdad? –interpeló de súbito Salomón.

Mathias asintió sin levantar la vista del suelo.

–Sí. Son buenos chicos. Lo tienen todo por delante.

–Te voy a confesar algo, Mathias…

–No estoy para muchas confesiones a estas horas, que conste…

–¿Sabes? Desde hace tiempo me siento viejo, cansado. Llevo toda mi vida luchando. Marian y yo hemos pasado épocas muy difíciles… ¿recuerdas los días de la inflación?

–¡Claro! ¡Y quién no!

–¡Cuánta miseria! ¡Qué sensación tan desoladora! –exclamó el relojero–. Ella y yo pasábamos horas contando y amontonando miles y miles de billetes cada noche para que pudiera comprar el pan al día siguiente…

–Eso lo hicimos todos: ¡Menuda mierda! –zanjó el sastre–. ¡Pero fíjate cómo están cambiando las cosas gracias a Hitler! ¡Hay trabajo para todos, corre el dinero, se levantan nuevos edificios cada día! ¡Se están preocupando del bienestar de la población!

–Se están preocupando del bienestar de algunos y procurando la desgracia de otros…

–Haces mal en prestar oídos a esas monsergas… –rezongó irritado Mathias.

–El otro día… ¿Tú conoces a Samael, el hijo de mi hermano menor?

–No.

–Es sólo un adolescente. Aún no le despunta la barba… –dijo Salomon–. Pues bien, verás: iba con dos amigos por la calle cuando les salieron al paso un grupo de jóvenes nazis. Les insultaron, les llamaron judíos del demonio, les escupieron y los zarandearon, y, cuando intentaron defenderse, los molieron a palos…

–Cosas de chicos, Salomon. Esos muchachos del partido nacionalsocialista son buenos patriotas, un poco descarriados, eso sí… –adujo el sastre en inflexión conciliadora–. ¿A dónde quieres ir a parar, amigo mío? ¡Te aseguro que muchas veces no te entiendo!

–Al miedo que siento, Mathias. Un miedo profundo, casi irracional. Desearía, y así se lo pido al Todopoderoso cada día, que lo que me reste de vida sea un tiempo bueno y apacible para los míos. Ojalá pueda ver a más de un nieto correteando por casa antes de irme. ¿No es mucho pedir, verdad? Es lo que desearía cualquier hombre cabal…

Habían llegado a la confluencia de sus calles. Oscurecía. Se detuvieron como tantas otras veces habían hecho. Mathias se llevó un cigarrillo a los labios. Sonrió. Salomón parecía algo más tranquilo después de haberse desprendido de su carga anímica.

–Tú no eres comunista, Salomón… –tranquilizó el sastre exhalando una bocanada de humo espeso. Flotó durante unos segundos en el espacio que les separaba como un banco de niebla.

–No, pero soy judío…

–Comunistas, Salomón, comunistas. No te buscan a ti.

–Hoy no, pero…

–Ni hoy ni mañana. Anda, cálmate. Mañana, además, es sábado. Celebra con los tuyos el día. Y piensa que el futuro será bueno para todos. Tendrás ese final feliz que tanto deseas. Aunque tardará en llegar. Eres mala hierba. Y ya se sabe que la mala hierba no hay quien la mate.

–¿Tú crees? ¡Dios te oiga!

–Sí, Salomon, lo creo: el tuyo será un final feliz. Muy feliz.

El presente relato fue escrito para el volúmen colectivo «Weimar, desde la memoria, desde el olvido», editado por la Semana Negra de Gijón, en 2008. Forma parte de la recopilación «BIVERSO», libro de narrativa breve en el que trabaja el autor en la actualidad. Esta es la primera vez que se publica en internet.

Autor- Julio Murillo

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